LA IRA DE DIOS (VI)

R. V. G. TASKER

LA MANIFESTACIÓN DE LA IRA

DIVINA EN JESUCRISTO

1ª parte

Ya hemos dicho bastante en este estudio para indicar ahora que la opinión sustentada por Marción en el siglo segundo y consciente o inconscientemente adoptada por ciertos sectores que quieren llamarse “cristianos, de que el Antiguo Testamento revela solamente a un Dios de ira y el Nuevo Testamento solamente un Dios de amor, es completamente errónea. Puede ser refutad por cualquiera que tenga de la Biblia un conocimiento algo más que superficial. Al menos que se haga uso del cuchillo de la crítica para cortar, aquí y allí, todos aquellos textos que no encajan con las preposiciones del crítico. Es un hecho evidente, y bien comprobó, que en el Antiguo Testamento la idea de la ira divina no sufre menoscabo nunca; pero también es verdad que la revelación de Dios como Padre amoroso no se limita al Nuevo Testamento, aunque es en la Persona y la obra de Jesucristo que esa revelación adquiere su suprema expresión. Pocas descripciones más hermosas del amor de Dios como la que Tampoco es en “Misericordioso y clemente es Jehová; lento para la ira y grande en misericordia. No contenderá para siempre, ni para siempre guardará el enojo”. No obstante, en el mismo Salterio leemos también: “Dios es juez justo, y está airado contra el impío todos los días” (Salmo 7:11). Por otra parte, es un escritor del Nuevo Testamento quién al hablar de Dios como Padre, enfatiza al mismo tiempo si obra de Juez delante del cual los hombres deben vivir en temor santo (1Pedro 1:17; y es también otro escritor del Nuevo Testamento el que haciéndose ero de las palabras del Deuteronomio 4:24 dice: “Nuestro Dios (es decir, el Dios que adoramos los cristianos) es fuego consumidor” (Heb.12:29)

Tampoco es en el Antiguo Testamento solamente que leemos historias acerca de la repentina destrucción que cae como juicio divino sobre los quieren desbaratar los planes de Dios o pretenden mofarse de su misericordia, historias tales como la matanza que los osos hicieron de cuarenta y dos muchachos que se burlaban de Eliseo con estas palabras: “¡Calvo sube! ¡Calvo sube!” (2 Reyes 2:23-25). En el Nuevo Testamento, Herodes Agripa, el asesino del apóstol Santiago y perseguidor de Pedro, fue herido por Dios “y expiró comido de gusanos” explica el texto sagrado. Ananías y Safira fueron castigos con una repentina muerte por haber tentado al Señor, de igual modo que los israelitas tentaron a Dios en el desierto y fueron destruidos por las serpientes (Hechos 5:9; 1 Cor.10:9)

Los dos Testamentos registran revelaciones tanto de la bondad como de la severidad de Dios, porque estos dos atributos de la naturaleza divina no pueden separarse el uno del otro. “El amor de Dios exige como correlativo la ira de Dios, y esto precisamente porque Dios se preocupa por los hombres y es su verdadero Dios. Ha llamado al hombre a tener comunión con él y el rechazo de esta invitación es su ruina y perdición. El Nuevo Testamento enfatiza el amor de Dios y por esto mismo subraya igualmente su ira, y el evangelista presenta repetidamente a nuestro Señor Jesucristo presa de justa y santa ira”.

Cuando consideramos cuidadosamente las evidencias de los Evangelios resulta claro que la revelación de la ira de Dios en Jesucristo constituye en realidad una parte importante de su ministerio profético y sacerdotal. Como heraldo de “palabras de vida eterna” revela la ira divina llamando a los hombres, como Juan el Bautista había hecho antes que él, al arrepentimiento con vistas a la inevitable ira que ha de venir y que caerá inexorablemente sobre cuantos no se hayan arrepentidos. Que Jesús no enseñó ninguna doctrina de salvación universal, sino que más bien exhortó a los hombres a temer el día final de la ira divina, se desprende claramente de las palabras tales como éstas: “No temáis a los que matan el cuerpo y después nada más pueden hacer. Pero os enseñaré a quien habéis de temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno; sí, os digo, a éste temed” (Lucas 12:4, 5). Y “aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si n o os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lucas 13:4, 5). Jesús veía que lo que aguardaba a la generación a la cual se dirigía no era la salvación sino la condenación. Será más llevadero el juicio, dijo, a Tiro y Sidón, ciudades paganas, que a las ciudades que han presenciado sus poderosas obras y han seguido en la incredulidad (Lucas.10:14). Es digno de observación que Lucas, el evangelista, el discípulo que escribió mayormente para los gentiles, no dudo en registrar todos estos dichos de Jesús. Además, es el único evangelista que toma nota de las palabras de Cristo anunciando el desastre de la próxima destrucción de Jerusalén, como manifestación específica de la ira divina (Lucas 21:23)

Una revelación similar de la ira divina aparece en las parábolas de Jesús, especialmente las que se refieren al juicio de Dios. Es verdad que los detalles de las parábolas no deben violentarse para convertirlos en fácil, alegorías; pero algunos comentaristas han pecado quizá por dejarse llevar por el extremo opuesto: abandonado completamente el elemento alegórico que parece hallarse implícito en algunas de ellas. En segundo lugar, Jesús revela la ira de Dios en las expresiones no disimuladas de su propia ira, a las cuales los evangelistas prestan la debida atención en situaciones concretas del ministerio profético del Salvador. Mención explícita del enojo del Señor es la registra Marcos en el relato de la curación del hombre que tenía la mano seca en la Sinagoga en sábado, en donde leemos: “Entonces, mirándolos alrededor con enojo, entristecido por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: Extiende tu mano” (Mr.3:5; Lc.6:10; Mt.12:13)

 

 

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