LA IRA DE DIOS (V)

R. V. G. TASKER

3ª parte

El plan de Dios para la salvación de sus escogidos no puede frustrarse ni siquiera por la desobediencia del pueblo elegido; o por la arrogancia de sus opresores; o por aquellos quienes Dios ha llamado para ser instrumentos de su ira, y quienes se han gloriado de su propia fortaleza y se han quedado con todo el honor. Si la ira de Dios desciende sobre su propio pueblo, también cae sobre quienes tratan de impedir la realización de su voluntad concerniente a Israel.

Un ejemplo sobresaliente de esta clase de intentos para estorbar los propósitos de Dios, lo tenemos en el endurecimiento de Faraón. Y, sin embargo, el endurecimiento de Faraón y el subsiguiente castigo que le fue infligido fueron los medios por los cuales el poder de Dios se puso en evidencia y su nombre anunciado por toda la tierra (Romanos 9:17 Éxodo 4:16). De manera similar, porque Amalec se puso en el camino de Israel cuando éste subía de Egipto, Saúl es instado a ser el ministro de la ira vengativa de Dios: “Yo castigaré lo que hizo Amalec a Israel al oponérsele en el camino cuando subía de Egipto. Ve, pues, y hiere a Amalec y destruyo todo lo que tiene” (1Samuel 15:2,3)

Y cuando Saúl desobedece a Dios este mandamiento perdonando, se da cuenta de que él mismo ha incurrido en la ira de Dios: “Como tú no obedeciste a la voz de Jehová, ni cumpliste el ardor de su ira contra Amalec, por eso Jehová te ha hecho estoy hoy” (1 Samuel 28:18). “¿Po qué se amotinan las gentes y los pueblos piensan cosas vanas? Se levantarán los reyes de la tierra, y príncipes consultarán unidos contra Jehová y contra su ungido. El que mora en los cielos se reirá, el Señor se burlará de ellos. Luego hablará a ellos en su furor, y los turbará con su ira” (Salmo 2:1-5)

En cuanto a aquello que fueron enviados por Dios para ejecutar su castigo sobre Israel, talas como los asirios, el Señor les habla en estos términos: “Oh Asiria, vara y báculo de mi furor, en su mano he puesto mi ira. Le mandaré contra una nación pérfida y sobre el pueblo de mi ira le enviaré, para que quite despojos y arrebate presa y lo ponga para ser hollado como polvo de las calles”, pero la profecía añade: “Pero acontecerá que después que el Señor hay acabado toda su obra en el monte de Sion y en Jerusalén, castigará el fruto de la soberbia del corazón del rey de Asiria y la gloria de la altivez de sus ojos. Porque dijo: Con el poder de mi mano lo he hecho, y con mi sabiduría, porque he sido prudente” (Isaías 10:5,6,12,13)

La profecía de Nahum, que predice la destrucción de Nínive, la capital Asiria, cuyos crímenes han merecido su caída, va precedida de un sobresaliente poema introductorio que describe la manifestación de la ira de Dios: “Jehová es Dios celoso y vengador; Jehová es vengador y lleno de indignación; se venda de sus adversarios y guarda enojo para sus enemigos. Jehová es tardo para la ira y grande en poder y no tendrá por inocente al culpable. Los montes tiemblan delante de él, y los collados se derriten; la tierra se conmueve a su presencia, y el mundo y todos los que en él habitan. ¿Quién permanecerá delante de su ira? ¿Y quién quedará en pie en el ardor de su enojo? Su ira se derrama como fuego y por él se hienden las peñas. Jehová es bueno, y fortaleza en el día de la angustia; y conoce a los que en él confían. Mas con inundación impetuosa consumirá a sus adversarios y tinieblas perseguirán a sus enemigos. ¿Qué pensáis contra Jehová?” (Nahum 1:2-9). La ira de Dios se volcó sobre Nínive, “ciudad ensangrentada, llena de rapiña y mentiras” (Nahum 3:1)      

De manera similar, cuando Habacuc, perplejo, se pregunta cómo era posible que los caldeos, a quienes Dios había levantado para castigar a Israel, hubiesen sido llamados para tal fin ya que eran mucho más impíos que el propio Israel, recibió la respuesta de que, a su vez, Caldea, por su arrogancia, tiranía y su impiedad, también sería castigada convirtiéndose en objeto de la ira de Dios (Habacuc 2:4). El tercer capítulo de Habacuc contiene un poema descriptivo de la marcha de Dios sobre todos los pueblos para ejecutar su ira: “Con ira hollaste la tierra, con furor trillaste las naciones. Saliste para socorrer a tu pueblo, para socorrer a tu ungido” (Habacuc 3:12,12)

Otro impresionante ejemplo de la venganza de Dios sobre los enemigos de Israel, lo encontramos en Isaías 63:1-6. El profeta ve a Dios “que viene de Edom, de Bosra, con vestidos rojos”, manchados con la sangre de sus enemigos. Y Dios dice a su pueblo que solo él es grande para salvar. La ira de Dios se basa en su justicia: “Yo, el que hablo en justicia, grande para salvar”. “De los pueblos nadie había conmigo; los pisé con mi ira, y los hollé con mi furor; y su sangre salpicó mis vestidos, y manché todas mis ropas. Porque el día de la venganza está en mi corazón y el año de mis redimidos ha llegado”.

Estos pasajes nos recuerdan que, aunque el pueblo de Dios merece y recibe el castigo de Dios, en p arte, sin embargo, en sus tratos con Israel bajo la relación del pacto, Dios cuida de abrir el camino para la realización del plan de salvación de sus elegidos. El amor de Dios no elimina su ira y cuando se enfrenta con el pecado se convierte en enojo santo a través del cual hallan expresión su soberanía y su justicia. La misericordia de Dios no excluye su ira, pero impide que ésta alcance su máxima expresión en sus relaciones con Israel.

En su misericordia amorosa Dios ha escogido a Israel para que le sea un pueblo peculiar, el pueblo del pacto; y esta relación fundada en el pacto no puede ser abandonada hasta no se establezca otro nuevo pacto. Por mucho que Israel pueda pecar, es llamado de Egipto para ser el hijo especial del amor de Dios (Oseas 11:1). Samaria, ciudad en donde moraba Israel no fue convertida nunca en un lugar como Sodoma o como las ciudades de las de la llanura “¿Cómo podré abandonarte, oh Efraím? ¿Te entregaré yo, Israel? Nol ejecutaré el ardor de mi ira, ni volveré para destruir a Efraím; porque Dios soy y no hombre, el Santol en medio de ti” (Oseas 11:8 y siguientes)

Pero quizá la más tierna de las expresiones del amor de Dios por Israel, que le lleva a permanecer en las relaciones del pacto, y que exige una limitación de su santo enojo, es la que hay en Isaías 54:10: “Con un poco de ira escondí mi rostro de ti por un momento; pero con misericordia eterna tendré compasión de ti, dice Jehová tu Redentor. Porque los montes se moverán, y los collados temblarán, perol no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti”. La misma verdad es expuesta por Miqueas 7:18, con estas palabras: “No retuvo para siempre su enojo, porque se delita en misericordia”.

Podemos resumir esta parte de nuestro estudio diciendo que, bajo el antiguo pacto, se hizo evidente la naturaleza del pecado; y se obligó a los hombres, mediante las manifestaciones destructivas del poder de Dios, a reconocer que su actividad hacia el pecado no puede ser otra que la ira, la ira justa y santa de Dios perfecto. El antiguo pacto, sin embargo, no pudo salvar al hombre del pecado ni poner en orden las relaciones del hombre con Dios. Más cuando en la revelación dada por la ley y los profetas, y también por medio de las señales inequívocas de la ira divina en el ordenamiento providencial de los hechos históricos, Dios se reveló a sí mismo como absolutamente soberano, perfectamente santo, y justo, el antiguo pacto cumplió así su misión y el camino quedaba abierto para el establecimiento del nuevo.

En otras palabras, cuando la verdad hubo sido comprendida, como Job tuvo que aprenderla, en la amarga escuela del sufrimiento, de que el hombre no debe contender con su Dios y Hacedor, que todo el orgullo humano debe desvanecerse en la presencia del Señor y que el pecador debe humillarse y arrepentirse en el polvo y la ceniza (Job 42:6), entonces la piedad y la misericordia infinitas de Dios hicieron eclosión en la historia humana de manera maravillosa en la encarnación del Hijo de Dios.

En Jesús, los propósitos amorosos de Dios, revelados en el Antiguo Testamento, hallan finalmente su cumplimiento, pero no por medio del abandono de la realidad de su ira, ni por ninguna renuncia a su despliegue. El Dios que se revela nen Jesucristo es el mismo Dios que retó a Job para que derramase, si podía, el ardor de su ira y que al mirar a los altivos y soberbios los humillase y abatiese (Job 40:11,12). Manifestar enojo en contra del orgullo, que constituye la esencia del pecado del hombre, sigue siendo una prerrogativa única de Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

 

 

 

 

 

                                                 

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