LA IRA DE DIOS (III)

R. V. G. TASKER

LA MANIFESTACIÓN DE LA IRA DIVINA

EN EL ANTIGUO PACTO

1ª parte

En la última mitad del segundo capítulo de la epístola a los Romanos, Pablo quiere demostrar que los hijos de Abraham, que en virtud de sus privilegios como pueblo escogido de Dios estaban predispuestos a pensar que tenían derecho a juzgar al resto del mundo, lejos de verses libres de la ira de Dios, eran por el contrario los objetos especiales de la misma. Portador orgulloso del nombre de judío, confiando en la ley mosaica y el superior conocimiento que tenía de las cosas divinas, consciente de que su vocación consistía en ser guía de ciegos y luz de los que se hallaban en tinieblas, “instructores de los indoctos, maestro de los niños”, el israelita era en realidad víctima de este autoengaño que embota y oscurece el sentido de la realidad y la presencia del propio pecado. Parece que el, apóstol, en Romanos 2:16-19, está pensando no solamente en los israelitas de su día, sino en los israelitas a lo largo de toda su historia pasada, la cual los denuncia como culpables de los mismos delitos y pecados que ellos condenaban en los demás. Pablo especifica aquí algunos de estos pecados que pueden ser ilustrativos en detalle acudiendo al Antiguo Testamento.

A pesar de todo su horror por el delito de robo, el israelita había incurrido a menudo en el tráfico deshonesto y el engaño en sus relaciones comerciales: “achicaremos la medida y subiremos el precio y falsearemos con engaño la balanza” (Amós 8:5; Romanos 2:21). Pese al aborrecimiento en que profesaban tener el adulterio, el pecado de David con Betsabé es una triste muestra de que aun el mejor de los israelitas había cometido el pecado que era reconocido como una característica del paganismo; y porque había dado ocasión a los enemigos del Señor de blasfemar, David incurrió inevitablemente en la ira divina (2Samuel 12:14). Mas aun, Dios había protestado por medio de Jeremías que la respuesta del pueblo escogido a la bondad de Dios había consistido en convertir la misma prosperidad que les había sido otorgada en un instrumento más de pecado, en una nueva oportunidad para cometer este odioso pecado: “Los sacié y adulteraron, y en casa de rameras se juntaron en compañías. Como caballos bien alimentados, cada cual relinchaba tras la mujer de su prójimo. ¿No había de castigar esto? dijo Jehová. De una nación como ésta, ¿no se había de vengar mi alma?” (Jeremías 5:7-9; Romanos 2:21)

“Tú que abominas de los ídolos, ¿cometes sacrilegio?”, acusa Pablo a sus hermanos de raza. Eran culpables de haber robado a Dios. Por medio del profeta Malaquías, el Señor denunció la laxitud con que eran celebrados los sacrificios que exigía la ley ritual del antiguo pacto: “¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado” (Malaquías 3:8, 9; Romanos 2:22). Por más que se gloriara en la ley de Moisés, el israelita, al transgredirla, deshonraba a Dios que se la había dado en presencia de toldos los pueblos vecinos: “He tenido dolor al ver mi santo nombre profanado por la casa de Israel entre las naciones adonde fueron” (Ezequiel 36:20-23; Romanos 2:23). El orgullo les impedía comprender que la circuncisión no podía ofrecer ninguna seguridad a los transgresores de la ley. La circuncisión era una señal, o sello, del pacto; pero si las obligaciones morales impuestas por el pacto eran descuidadas, la circuncisión no tenía más valor que la incircuncisión (Romanos 2:25). Ni siquiera la membresía en la congregación visible de Israel implicaba necesariamente la pertenencia al verdadero Israel de Dios, en el cual se exigía algo más del creyente que la puntillosa observancia de la letra de la ley. Dios pedía una adoración íntima del corazón, una devoción que sólo él podía reconocer y cuya alabanza él sólo podía otorgar (Romanos 2:28, 29)

A través de las dramáticas preguntas que cierran el capítulo dos de Romanos, Pablo dirige nuestra atención al hecho de que quienes se enorgullecen de ser el pueblo de Dios estaban sujetos todavía a la ira divina que aquellos que se encontraban fuera de los privilegios del pacto divino, porque “a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá” (Lucas 12:48). El juicio que debe comenzar por la casa de Dios (1Pedro 4:17), es por esta misma razón más severo u terrible. La tragedia del israelita consistía en que se resistía a reconocer su pecado mientas que estaba siempre presto a considerar como pecadores al resto de los hombres. El estado patético a que había llegado la religión de Israel en días de Pablo, es el clímax del continuo declive espiritual descrito en el Antiguo Testamento.

 

 

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