LA IRA DE DIOS (VII)

R. V. G. TASKER

2ª parte

Es Marcos quien a menudo nos muestra las emociones humanas de Jesús, aunque nunca fueron meramente humanas, porque en ellas se revela la reacción divina a las palabras y los hechos de los hombres. En una ocasión el enojo de Jesús parece que fue motivado no sólo al ver quienes presenciaron su milagro buscando razones para acusarle, sino también al contemplar la miserable actitud de que Jesús hiciese bien en el día de sábado: “¿Es licito en día de reposo hacer bien, o hacer mal? ¿Salvar la vida, o quitarla?” (Lc.6:9). No entendían que, en ocasiones, no obrar implica de hecho obrar mal. No curar al enfermo es lo mismo que matarlo. ¿Cómo podía Jesús aceptar una interpretación del descanso sabático que llevaba a la violación del sexto mandamiento?

Cierto que los rabís permitían la curación de un enfermo si se creía que su vida peligraba; y los fariseos pudieron muy bien haber pensado que en aquel caso la vida del hombre sanado por Jesús no estaba en peligro. Pero parece que nuestro Señor se enojó precisamente por esto; porque pensaban que ellos podían decidir cuándo una vida humana se hallaba realmente en peligro. Esto forma parte de la arrogancia que engendra el pecado, arrogancia que nos ciega para ver que nuestra vida está de continúo expuesta al riesgo y la incertidumbre y que nos subsistiríamos aparte de Dios, Señor de la vida, y dador de ella. Fue esta ceguera en Marcos 3:5, lo que enojó y entristeció a Cristo.

En Marcos 10:14 leemos que “Jesús se indignó” con sus discípulos porque reprendían a los que traían a sus hijos para Jesús los tocara; o, como dice Mateo, “para que pusiese las manos sobre ellos y orase” (Mt.19:13). La indignación de Jesús en esta ocasión no fue motivada por razones humanitarias solamente, Jesús se indignó porque a buen seguro que tras las palabras de reprensión de los apóstoles a quienes se acercaban, se escondía el siguiente pensamiento: “¿Qué han merecido, o que han hecho estos niños para hacerse acreedores de la bendición del Maestro? Más tarde, cuando hayan amontonado cierta cantidad de buenas obras, podrán venir y reclamar justamente una bendición, pero no ahora”. Era esta manera de entender la relación de los hombres con Dios la que despertó la indignación de Jesús.

Los apóstoles estaban demostrando que en su corazón eran unos perfectos fariseos. Cómo podía Cristo dejar de bendecir a los niños, cuando en realidad, y como explicó en una ocasión, eran parábolas vivientes de la verdad esencial que había venido a proclamar: la verdad de que precisamente porque el pecado convierte al hombre en un ser orgulloso y autosuficiente, es necesario un nuevo nacimiento llevado a cabo por la actividad creadora de Dios mismo antes de que el corazón humano pueda recibir el reino de Dios. El hombre tiene que recibir la salvación, que jamás podrá merecer por más que viva y recibirla con la misma disposición del niño que acepta lo que se le da. Los evangelistas han conservado el testimonio de esta indignación de Cristo ante el fracaso de los discípulos por entender la verdad encerrada en Romanos 3:20, “por las obras de la ley ninguna carne se justificará delante de Dios”.

También registraron la indignación del Maestro en el templo y que dio lugar a una clara manifestación de3 su justa ira. La causa de su cólera en esta ocasión fue la torpeza de los fariseos que confiaban ciegamente en los sacrificios del templo como un medio para asegurar la continuidad del pacto y para librase de la ira que había de venir. No acertaron a ver el carácter temporal del sistema levítico y no conocieron la verdad afirmada en la epístola a los Hebreos: “la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados” (Heb.10:4)

El templo además había dejado de ser “casa de oración para todas las naciones”, y, a partir del exilio, se convirtió en el símbolo externo del exclusivismo judío. Además, el templo no era ya más que “una cueva de ladrones”, según palabras del propio Jesús (cf. Jeremías 7:8-11; Mateo 21:13), donde los hombres pensaban poder salvar sus conciencias mediante fraudulentos transacción es dentro de la propia casa de Dios. Cuando Jesús, según el evangelio de Juan, en su primera visita a Jerusalén “hizo un azote de cuerdas y echó fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas”, no era llevado solamente por el celo de la casa de Dios, como sus discípulos acertadamente comprendieron (Juan 2:15 y 17), sino que se hallaba cumpliendo las palabras de Malaquías 3:1, 2, si bien el evangelista mencionado no las cita: “y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis. ¿Y quién podrá estar en pie cuando él se manifieste? Porque él es como fuego purificador y como jabón de lavadores”.

En los Evangelios sinópticos es uno de los últimos hechos proféticos realizado por Jesús y conduce directamente a su muerte y resurrección; o, para expresarlo teológicamente, a la destrucción y reedificación del templo de su Cuerpo, acerca del cual el relato de Juan habla de manera accidental (Juan 2:19-22), y que vendrá a ser el medio por el que se haría posible una adoración mas pura y universal en el santuario del corazón de los redimidos. En Marcos y Mateo el incidente se encuentra también conectado con la misteriosa maldición de la higuera. Israel era como un árbol plantado junto a copiosas aguas y del que cabía esperar fruto a su debido tiempo. Sin embargo, no dio este fruto y su condición era la misma que aquella higuera que Cristo maldijo como símbolo de la maldición fulminante sobre Israel. Por su apariencia parecía llevar mucho fruto, pero en realidad estaba seca. En lugar de producir los frutos dignos de arrepentimiento, que les hubieran permitido huir de la ira futura, los judíos con su legalismo pretencioso y la falsa seguridad de su templo se estaban haciendo acreedores a la maldición divina.

 

 

 

 

 

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