¿POR QUÉ SOMOS CRISTIANOS? (2ª)

Juan C. Varetto

Otra razón poderosa la hallamos en la persuasión de que Cristo es divino. Se ha dicho que Cristo mismo es la gran prueba del cristianismo. En efecto, él se impuso a sus primeros seguidores no por medio de sus argumentos. Bastó conocerlo para que se sintiesen atraídos a Él. Las señales que obraba, eran tan maravillosas que sus propios adversarios no podían negar la realidad de sus milagros.

Pronto comprendieron que se trataba de un ser venido de Dios, pues en sus obras y en sus palabras estaban estampadas las pruebas indubitables de su divinidad. El incrédulo moderno que está dispuesto a la negación muy fácilmente se deja llevar por la idea de que Cristo era un hombre como los demás, pero esta idea no podía caber en los que le conocían de cerca y contemplaban su persona y sus hechos.

Una vez que resucitó los discípulos tuvieron una prueba aun mayor de que Cristo era el profeta que había de venir al mundo. Ya sabemos cómo se resistían a creer que había resucitado. Pero los testimonios fueron sinceros y las pruebas tan abrumadoras que aun el incrédulo Tomás no pudo menos que rendirse y exclamar: “¡Señor mío y Dios mío!”

Cualquier hombre sincero que desee averiguar el asunto, llegará al convencimiento de que la resurrección de Cristo es un hecho histórico innegable, y la realidad de un portento de esa naturaleza le llevará a acatar a Cristo, reconociéndole como divino.

Una prueba de que no hablaba como mero hombre la tenemos en el lenguaje de su profecía sobre la destrucción y dispersión de los judíos. Se cumplieron tan literalmente las cosas que anunció, que se precisa estar ofuscado por la incredulidad para no ver esa profecía algo que no es explicable.

Citemos ahora el testimonio de algunos hombres célebres, y esto para demostrar que no son sólo los simples los que creen en Cristo.

En los días cuando Glastone llenaba el mundo con la gloria de su palabra; cuando en todos los pueblos de la tierra era aclamado como el más fuerte de los tribunales; cuando se debatían en la Cámara de los Comunes sus proyectos destinados a cambiar la faz del Imperio Británico, el doctor B. Tupper deseoso de conocer lo que pensaría sobre la divinidad de Cristo, le escribió consultándole, y la respuesta que obtuvo, hoy grabada al pie de su monumento en la Abadía de Westminster, fue ésta:

“Todo lo que pienso, todo lo que escribo, todo lo que soy, descansa sobre la fe en la divinidad de Jesucristo, única esperanza para nuestra raza caída”.

A nadie debe sorprender el testimonio harto elocuente de Glastone, pues es notorio que el gran orador militaba en las filas del cristianismo. Citaré el testimonio de uno que militó en el campo opuesto. Me refiero a J.J. Rousseau. Este ilustre genio tuvo la mala ocurrencia de emplear su talento en escribir muchas cosas contra el cristianismo, pero en una hora serena de su vida su pluma se movió para deshacer en un solo día lo que había dicho durante largos años. Empezó a trazar un paralelismo entre Sócrates y Jesucristo, pero a medida que avanza, su pluma nos traza no un paralelismo sino un contraste y llega a decir.

“Si la vida y muerte de Sócrates han sido las de un sabio, la vida y muerte de Jesucristo han sido las de un Dios”.

 

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