LAS SIETE PALABRAS (2ª)

Por

Benjamín Santacana

“DE CIERTO TE DIGO, QUE HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO”

Lucas 23:43

La oración de Cristo continúa mientras los soldados siguen traspasando sus manos y sus pies. Llega el momento en que la cruz debe ser levantada y entonces ¡Cuánto se acentúa el dolor de nuestro amado Maestro! Los clavos, por el peso del cuerpo van desgarrando sus carnes mientras las burlas y escarnio de la multitud, desgarran profundamente su alma. Nadie tiene para Él una palara de consuelo. Al fin, un ladrón es vencido por la inocencia de Cristo, y, reprendiendo a su compañero le dice: “¡Ni aún tú temes a Dios estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos; porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos: mas Este ningún mal hizo”. Y dirigiéndose al Señor Jesús exclama: “¡Acuérdate de mí cuando vinieres a tu Reino!”. Cristo se goza, y mirando con amor al hombre arrepentido, le dice: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Este mismo poder de Cristo continúa aún hoy, y toda alma arrepentida halla en la cruz el perdón de sus pecados y la gloriosa promesa de Vida Eterna.

“MUJER, HE AQUÍ TU HIJO. HE AHÍ TU MADRE”

Juan 19:26-27

La mirada de Jesús se dirige a su madre que juntamente con un grupo de mujeres fieles va acercándose a la cruz. ¡Pobre madre! ¡Cuán amargamente lloraría al contemplar a su Hijo amado en medio de tan cruel dolor! Jesús la mira y recuerda aquel amor que de ella había recibido desde su niñez: sus cuidados, su instrucción, su cariño, sus besos, y no quiere dejarla sola. Junto con este grupo de mujeres ha venido Juan, el discípulo amado que, arrostrando todos sus peligros, acompaña a María hasta el pie de la cruz y procura consolarla. ¡Cuánto agradece Cristo este gesto del fiel y heroico discípulo!

Ve en él cualidades espirituales y materiales para poder atender con amor a la sufriente madre. Un pensamiento feliz cruza por su mente: Unir a los dos que tiene más cerca de su corazón con el amor más puro y desinteresado. Así podrán continuar la obra que Él había hecho de dar y recibir amor. Dirigiéndose a María le dice: “Mujer, he ahí tu hijo” y a Juan: “He ahí tu madre”. Cumpliendo este deseo, nos dice la Escritura, “y desde aquella misma hora la recibió en su casa” ¡Qué lección de respeto, cuidado y amor hacia nuestros seres queridos nos da Jesús!

“DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS DESAMPARADO?”

Mateo 27:46

¡Qué misterio encierra esta frase de Cristo! ¡Qué solo se encontraba! Judas, uno de los que le había prometido fidelidad, le había traicionado, Pedro, el que había afirmado: “Te seguiré, aunque sea menester morir contigo”, le había negado tres veces, lo otros, ya por miedo o por dolor, no se veían; pero hasta aquí, Cristo tenía presencia y consuelo espiritual de Dios, quien desde el Cielo lo había afirmado: “Este es mi Hijo amado en quien tengo contentamiento”, y Jesús había dicho en otra ocasión: “Yo y el Padre una cosa somos”. ¿Cómo, pues, podemos explicarnos que, en estos momentos, cuando más necesitaba del cuidado del Padre, éste le abandone? ¿Por qué esa unión es rota cuando más necesaria era para el Hijo?

En la historia del pueblo Hebreo, cuando éste se lamentaba de que Dios le había abandonado, el profeta Isaías exclama: “No se ha acortado la mano de Dios para salvar, ni hace agraviado su oído para oír: mas vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y nuestro Dios” (Isaías 59:1-2). Lo único, pues, que puede cortar la comunión con Dios es el pecado. Pero, ¿había habido infidelidad por parte de Cristo? Él, el que había andado siempre haciendo la voluntad del Padre, ¿la quebranta en la cruz? No, no hubo ni infidelidad ni pecado por parte del Hijo; pero sí, cumpliéndose la profecía: “El cargó con el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6). El peso terrible de mi pecado, del tuyo y el de toda la humanidad rompieron la unión del Dios Padre con Jesús.

 “SED TENGO”

Juan 19:28

En estas dos palabras Jesús expresa una doble necesidad: física y espiritual. Colgado en la cruz, el fuerte rigor del sol, la pérdida constante de sangre y la fiebre que le devora le hace sentir verdadera sed de agua. Como hombre, sentía el cansancio, el dolor, el hambre y la sed. No fue su muerte en la cruz exenta de sufrimiento físico.  Pero sentía también otra sed; sed espiritual. Una sed quizá más devoradora que la primera. Esta era la sed de terminar

Días antes Jesús había pronunciado refiriéndose a los que le despreciaban: “¡Cuántas veces quise juntaros como la gallina junta sus pollos debajo de sus alas, y no habéis querido!” ¡Oh, la sed de Cristo para salvar almas, cuánto le hace sufrir! Amigo, ¿eres salvo?  sino Cristo tiene sed de tu alma. ¿Vas a darle vinagre con tu desprecio, o le darás unas gotas de bálsamo de tu amor!

“CONSUMADO ES”

Juan 19:30

¡Palabras de victoria! Los fariseos creían que en la cruz habían vencido al Nazareno y que ellos sin estorbo podrían continuar con su tradición e hipocresía. “Si eres Hijo de Dios”, le dijeron, “desciende de la cruz”. No había descendido, y tranquilamente creyeron que tenían la batalla ganada, pero. ¡cuán lejos estaban de la realidad! Cristo tuvo la victoria donde el Sanedrín y el diablo no veían sino la derrota. El triunfo de Cristo fue que, aún cuando podía evadir el sufrimiento, quiso tomar la colpa que el Padre le dio, y, ya bebida, pudo exclamar: “Consumado es”. La obra había terminado consiguiendo todos los objetivos.

Las profecías habían tenido un cumplimiento tan preciso en la vida, pasión y muerte de Cristo que no había duda de que ellas quedaban consumadas. Así mismo terminaba también sus sufrimientos físicos producidos por una muerte tan terrible. Aquí terminaba también la obra redentora. Al morir por nosotros en la cruz, nos hizo partícipes de la salvación que, comenzando en el momento en que uno acepta el sacrificio expiatorio de Cristo y lo reconoce como Señor y Salvador, es eterna e interminable en su duración. Consumada la salvación por Cristo ya no queda nada que hacer por nuestra parte, solamente confiar de una manera plena en Él.

“PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU”

Lucas 23:46

En la oración que nuestro Señor dirige al Padre la noche antes de ser entregado y que hallamos en Juan 17, dice: “Y yo a ti vengo” (v.11) “te he glorificad en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese. Ahora pues, Padre, glorifícame tú cerca de ti mismo con aquella gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo fuese” (vs.4-5) Terminada la redención de la humanidad, el Redentor se entrega en las manos del Padre con la tranquilidad que proporción a el deber cumplido. Su espíritu será glorificado y tres días después volverá glorioso a rescatar su cuerpo del custodiado sepulcro, con el cual, también glorificado, se aparecerá a sus atemorizados discípulos para recordarles el cumplimiento de sus profecías y animarlos en la sublime labor que tienen delante, de dar a conocer lo que han visto y oído.

En los días en que se recuerda de una manera especial los sufrimientos, muerte y resurrección de nuestro Señor, meditemos y preguntémonos: Si El me amó y sufrió tanto por mí ¿qué hago yo por Él? Que esta meditación nos lleve al deseo de trabajar más y mejor para nuestro Maestro en el extendimiento de su reino de paz y amor en los corazones de los hombres, sabiendo que tal trabajo no es en vano, ya que no servimos a un Cristo muerto, sino a un Cristo que, vivo y glorificado, ha prometido estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo.

Fuente:

"Eco de la Verdad", 1952

 

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