SANTIFICACIÓN (3ª)

Juan C. Varetto

Ahora, vamos a procurar saber cómo se consigue esta santificación. En el Salmo 119:9, hallamos esta pregunta: “¿Con qué limpiará el joven su camino?” y la respuesta es la siguiente: “Con guardar tu palabra”. Leed, estudiad, y aplicaos a guardar los preceptos de Dios que se hallan en la Biblia, y he ahí la santidad realizad.

Cuando nuestro Señor oró por sus discípulos (Jn.17:17), dijo: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es la verdad”, y momentos antes les había dicho: “Ya vosotros sois limpios por la palabra que os he hablado” (Jn.15:3) Prestemos atención, y esforcémonos con la ayuda de Dios a seguir fielmente todo lo que está escrito, pues logramos la verdadera y genuina santidad tan sólo cuando comprendemos y ponemos en práctica lo que enseña la Biblia.

Y finalmente para ver que la palabra de Dios tiene una influencia purificadora en el alma del que la escudriña, recordemos estas palabras dirigidas a Timoteo. “Toda Escritura divinamente inspirada es útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, para que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente instruido para toda buena obra” (2ªTm.3:16-17)

La palabra de Dios obra estos efectos sólo en aquellos que tienen fe. De ahí resulta que la fe sea uno de los requisitos para ser santificados. San Pedro dijo en la asamblea de Jerusalén al hablar sobre la entrada de los gentiles en la gracia de Dios: “ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando con la fe sus corazones” (Hech.15:9)

San Juan habla en su primera Epístola de la lucha que tiene el cristiano con el mundo y dice: “Porque todo aquello que es nacido de Dios vence al mundo: y ésta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe. “¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1ª Jn.5:4-5)

Vamos a mencionar ahora como un gran factor en la obra de la santificación, la saludable, es la esperanza de la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo. Cuando un cristiano tiene siempre presente el hecho de que Cristo puede venir de un momento a otro no siente aquel apego al mundo que suelen sentir los que no tienen la misma bienaventuranza en vista.

El creyente que espera a su Señor quiere ser hallado limpio, activo, velando, orando y trabando, y todo esto constituye un gran estímulo para buscar y anhelas esta santidad de la cual Dios mismo es el modelo y Cristo su manifestación terrenal. No quiere ser hallado donde no quisiera que su Señor le hallase, ni en la compañía de aquellos con quienes no quisiera estar el gran día del advenimiento repentino e inesperado de Cristo.

San Juan habla del día cuando aparecerá el Señor y cuando le veremos como él es y seremos hechos tales como él y dice claramente: “Cualquiera que tiene esta esperanza en él, se purifica como él también es limpio” (1ª Jn.3:3)

No hay santificación verdadera que no tenga por base la obra expiatoria de Cristo. Es por su sangre vertida en la cruz que se consigue la blancura del alma. El texto que dice que “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”, no se refiere sólo al perdón, y a los pecados pasados que Dios borra de su memoria. Se refiere especialmente a la limpieza que se manifiesta en la vida diaria de todo verdadero creyente; a esa santidad que adorna su conducta.

En el culto mosaico la purificación se hacía por medio de la sangre de los animales sacrificados. En el Nuevo Pacto es la sangre de Cristo la que purifica. No hay bendición que no proceda del Calvario. Así como el pecador ha ido a la cruz en busca del perdón, debe ir también en busca del poder que puede librarle del dominio del pecado. Y cuando siente la flaqueza de la carne y los deseos pecaminosos batallando en él, debe ir a Cristo y confiar en que su sangra puede limpiarle de todo mal.

En conclusión, recordemos que la santificación es obra del Espíritu Santo en el corazón del creyente. Cuando el Espíritu Santo derramado el día de Pentecostés, vino no en forma de paloma sin o en forma de lenguas de fuego. Sabemos que el fuego es el elemento purificador más poderoso que se conoce. No apaguemos el Espíritu, y roguemos a Dios que se mantenga siempre candente en nosotros para que nos purifiquemos y acerquemos más y más a Él.

Fuente:

"Discursos Evangélicos", 1926

 

 

 

 

 

 

                                

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