JESÚS EN LA CRUZ (IV)
Juan Bta. García Serna
LAS SIETE PALABRAS
DE CRISTO EN LA CRUZ
Por:
CARLOS ARAUJO
“Dios
mío, Dios mío,
¿por qué
me has desamparado?
San Mateo
27:46
Había dicho Jesús que nunca estaba solo; siempre tuvo la
preciosa compañía de su eterno Padre. A su vez, el Padre había dicho de Jesús: “Este
es mi Hijo amado, en el cual tengo mi complacencia”. ¿Qué sucede ahora para que
Jesús, como hombre, se sienta desamparado por Dios? ¿Se habían roto aquellos
vínculos que hacían del Padre y del Hijo una misma cosa? ¿Ha cesado aquel amor
que los unía? ¿Qué ha visto el Padre en su Hijo para abandonarle? ¿No ha sido
Jesús obediente hasta la muerte, y muerte de cruz?
Aquí hay un misterio que debemos considerar con suma
reverencia. ¿Estaba Jesús realmente desamparado? Él así lo sentía. Debemos
considerar esta palabra como la fiel expresión del estado de su alma en
aquellos momentos. Mas ¿cómo explicar este hecho? Evitemos el hablar con
ligereza de un asunto tan misterioso como éste.
El hombre tiene una capacidad limitada para el sufrimiento, y
cuando éste llega a su máxima intensidad, las fuerzas se agotan, el vigor se
anula, el espíritu se anonada y el hombre se siente abandonado. ¿Era esto lo
que experimentaba Jesús en aquellos momentos? Es muy posible; pero no
únicamente por efecto de sus dolores corporales, sino por un sufrimiento
espiritual desconocido para toda criatura humana, porque nadie se ha visto en
tal situación. Los mártires no sufrieron así, porque no se sintieron abandonados
por Dios. Esteban veía los cielos abiertos y a Jesús en ellos esperándole.
Pablo veía por la fe “la corona de la vida”, y muchos mártires estuvieron
gozosos en los tormentos.
Pero Jesús entonces veía el cielo cerrado; su alma se hundía
en un mar horriblemente profundo, amargo y tenebroso. Ya Jesús no ve en Dios al
Padre amantísimo, en cuya comunión se complacía, sino al Juez inexorable que le
hace sufrir todo el rigor de su justicia, por haberse hecho el responsable de todos
los pecados del mundo.
El casito que sufre Jesús en lugar nuestro no consiste
solamente en dolores físicos. Tuvo que sufrir otros dolores mucho más intensos.
Su lamentación nos hace comprender – aunque sólo en parte – cuán elevado fue el
precio que tuvo que pagar para nuestra redención. No bastaron los azotes, las bofetadas, los
clavos, la corona de espinas ni todo el oprobio de la cruz, Jesús tenía que
padecer el desamparo de Dios, lo que no padecieron los mártires en sus más
crueles tormentos. El desamparo de Dios tuvo que ser lo más horrible para un
alma tan pura y santa como la de Jesús.
Nuestro Salvador se siente desamparado, porque pesa sobre Él
aquella maldición que la ley de Dios fulmina sobre todos sus infractores: “Maldito
aquél que no permaneciere en todas las cosas que están escritas en el libro de
la Ley para hacerlas”. Él, que había cumplido perfectamente todos los
Mandamientos de Dios, se puso en lugar de los transgresores, atrayendo sobre sí
aquella maldición que nosotros merecíamos. Por esto dice San Pablo que “Cristo
nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición” (porque
escrito está: Maldito el que fuere colgado de un madero)
Esa maldición expresa todo el odio que Dios siente hacia el
pecado. Un ser infinitamente santo tiene que aborrecer todo lo que es contrario
a su santidad; por eso abomina, maldice y condena al pecado. Nadie se haga
ilusiones sobre este punto. Si Dios castigo así al pecado en la persona de su
Hijo, porque Éste se hizo nuestro fiador, nuestro responsable, ¿cómo no ha de
castigarlo en el pecador impenitente? Cristo llevó nuestra maldición para redimirnos
de ella, pero no seremos redimidos si no le reconocemos como único Redentor,
entregándonos a Él con entera confianza.
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