JESÚS EN LA CRUZ (II)
Juan Bta. García Serna
Ahora tenemos la segunda palabra de
Jesús en la Cruz, y realmente muy reflexiva y edificante. ¡Ojalá muchas
personas lleguen a comprender el mensaje del Evangelio! ¡Sólo Dios puede dar
una iluminación de las verdades de las Escrituras, y así, poder tomar la
posición de arrepentimiento y creer en Cristo como Salvador persona, y poseer
entonces la vida eterna! ¡Y si no lace, entonces no hay salvación posible!
DE CRISTO EN LA CRUZ
CARLOS
ARAUJO
cuando vinieres
a tu Reino.
Hoy
estarás conmigo
en el
Paraíso”.
San Lucas
23:42 y 43
Entre las conversaciones que tuvo Jesús con varias personas, ninguna quizá fue tan breve como ésta; pero ¿quién puede exponer todo su contenido? ¿Quién podrá sacar toda la enseñanza que encierra? Veamos siquiera algo de lo que podemos aprender en las palabras del malhechor arrepentido y en las que Jesús le responde. Lo primero que hace este malhechor es reprender a su compañero de suplicio porque insultaba a Jesús: “¿Ni aun tú temes a Dios – le dice- estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, recibimos lo que merecieron nuestras obras; mas éste, Jesús, ningún mal hizo”. Esto era reconocer sus pecados y proclamar la inocencia de Jesús; esto era reconocer la injusticia y crueldad con que trataban a nuestro Salvador. Jesús era una víctima inocente: “Éste ningún mal hizo”.
Después ve en Jesús un verdadero Rey, al decirle: “Acuérdate
de mí cuando vinieres a tu Reino”. Nadie pensaba entonces en el Reino de
Cristo; solamente este malhechor pensó en esa gloriosa realidad. Fácil era
reconocer la inocencia de Jesús, viéndole sufrir con tanta paciencia y mansedumbre
y habiéndole oído pedir a su Padre el perdón para sus verdugos; pero ¿quién
podía ver en Él un verdadero Rey? He aquí la obra de la gracia divina. El
Espíritu Santo iluminó a este hombre para que viese lo que nadie veía entonces
y diese testimonio de una verdad que después sería proclamada por todo el mundo
con la predicación del Evangelio. Sí; Jesús es verdadero Rey; está reinando
desde el cielo, y ha de llegar un día en que reine sobre la tierra.
El reconocimiento de la majestad de Cristo fue acompañado de
una petición muy especial: “Acuérdate de mí cuando vinieres a tu Reino”. Bien poco
es lo que pide un recuerdo. Pero este hombre comprendía que si Jesús se
acordaba de él cuando reinarse, recibiría algún beneficio. Sus ideas acerca del
Reino de Cristo tenían que ser confusas y deficientes; pero creyendo que Jesús
era verdadero Rey, comprendió que podía favorecerle desde su Reino, y en esto
no se equivocaba; la fe puesta en Cristo no se engaña.
La respuesta de Jesús es altamente consoladora: “Hoy serás
conmigo en el Paraíso”. ¡Qué noticia tan grata! ¡Qué promesa tan animadora! El
Reino de Cristo era, sí, una realidad, pero lejana; lo inmediato era el
Paraíso. El que entra con Jesús en el Paraíso de hoy se cambiará en el Reino de
mañana. Jesús quiso aquella alma supiese cuán próxima esta su felicidad: “Hoy
estarás conmigo en el Paraíso”.
Aquí se nos presenta Jesús como poderoso Salvador de los
pecadores. Si éstos confían en Cristo, irán al Paraíso, y después de
resucitados reinarán con Él sobre la tierra. La razón humana no puede
comprender cómo un alma pecadora se purifique tan pronto y se haga idónea para
el Paraíso. De esta incomprensión procede la doctrina del Purgatorio, que es
tan contraria al Evangelio; porque niega la perfecta eficacia de la sangre de
Jesús para la purificación del alma. Admitir la existencia de un fuego
purificador es negar que “la sangre de Jesús nos limpia de todo pecado”. La
Epístola a los Hebreos nos dice que Jesús hizo la purificación de nuestros
pecados por sí mismo, no por medio de un fuego purificador, sino por el
sacrificio de su misma persona, por su muerte.
Esa obra de purificación habilitó al alma del malhechor
arrepentido para vivir con Jesús en el Paraíso desde aquel mismo día. No huno
Purgatorio para él, como tampoco lo hay para ningún creyente. Consideremos aquí
cuán agradecidos debemos esta a Dios por habernos hecho conocer el Evangelio,
por el cual sabemos que “ninguna condenación hay para los que están en Cristo
Jesús”; que “son bienaventurados los que mueren en el Señor”.
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