"REYES MAGOS"
Antonio Cruz
Biólogo,
profesor
Y escritor.
El
relato evangélico no especifica que los reyes magos fueran tres. Mateo sólo
escribe “unos
magos”, con
lo cual deja abierta la puerta a la especulación. Tampoco que fuesen reyes o
que se dedicasen a hacer magia, en el sentido moderno del término que supone
sacar conejos de una chistera. Su número se dedujo sobre todo de los presentes
que ofrecieron -oro, incienso y mirra- pero esto no resulta del todo
concluyente para determinar cuántos eran en realidad.
De
manera que los populares personajes, Melchor, Gaspar y Baltasar, que reaparecen en España escalando
balcones la fría noche del cinco de enero, son pura invención del folklore
posterior. Una
tradición -eso sí- que produce felicidad a los niños y a todos aquellos que
subsisten a expensas del consumismo exacerbado que caracteriza nuestra
sociedad.
Es
curioso comprobar cómo el ser humano disfruta haciendo conjeturas
indemostrables. Trescientos años después de Cristo, la cantidad de los magos que
adoraron a Jesús variaba sin parar. Algunos
afirmaban que sólo habían sido dos. En los frescos rudimentarios
de las catacumbas de Roma, durante el siglo IV d.C., aparecen unas veces cuatro
magos y otras hasta seis. La Iglesia siria y armenia creía que lo lógico es que
hubieran sido doce ya que ese era un número singular en las Escrituras: el de
las tribus de Israel y también el de los apóstoles.
Sin
embargo, los coptos de Egipto estaban convencidos de que debieron ser sesenta
los magos de Oriente que se pusieron de acuerdo para buscar al rey de los
judíos. Ante semejante progresión aritmética de magos, tuvo
que intervenir Orígenes en la
primera mitad del siglo tercero para centrar las cosas y determinar
que lo más sensato era quedarse sólo con tres, en base a los tres regalos mencionados en el evangelio de Mateo.
Los nombres propios de estos tres personajes aparecieron por
primera vez en un mosaico bizantino del siglo VI d.C. localizado en la ciudad italiana de Rávena.
No se sabe quién se los inventó, pero, desde luego, Baltasar, Melchor y Gaspar
no aparecen en la Biblia. Algunos dicen que quizás Baltasar podría ser una
europeización de Belsasar, el último rey del imperio babilónico. Pero lo cierto
es que la etimología de tales nombres no está clara.
Tradiciones
posteriores afirman que se convirtieron en discípulos de Tomás; que se hicieron
obispos y murieron como mártires; que sus reliquias fueron llevadas a la ciudad
alemana de Colonia, donde aún hoy se conservarían en un relicario bizantino de
la catedral. En fin, leyenda sobre leyenda para construir un castillo de naipes
sin fundamento alguno.
Por supuesto, tampoco fueron reyes. A alguien se le debió ocurrir que las connotaciones paganas de unos magos que venían del Oriente dejaban mucho que desear.
¡Cómo pretendían unos gentiles agoreros adorar al Niño! Tertuliano,
en el siglo III y basándose en una tradición anterior, fue el primero en decir
que se trataba de reyes sabios. Esta
denominación les proporcionaba mayor prestigio, al mismo tiempo que les alejaba
del denostado mundo de la magia y la adivinación. Sin embargo, el evangelio
emplea expresamente al término “magos”.
¿Quiénes
eran tales magos en realidad? Muy probablemente se trataba de “sacerdotes”
pertenecientes a las tradiciones religiosas de origen medo-persa. Eran
profesantes del zoroastrismo cuyo oficio se podría comparar al de los levitas
en Israel. Se dedicaban al culto, a los ritos de esa religión y a la
astrología. Actuaban de mediadores entre la divinidad y los seres humanos.
Hay
una cita en el Antiguo Testamento que se refiere expresamente a estos magos que
vivían en el reino babilónico de Belsasar. Fueron contemporáneos de Daniel y
también aspiraban a interpretar sueños y presagios. Sin embargo, el poder de
sus predicciones resultó inferior al que Dios le concedió a Daniel. Tuvo que
ser la propia reina quien advirtiera al rey: “En tu reino hay un hombre en el
cual mora el espíritu de los dioses santos, y en los días de tu padre se halló
en él luz e inteligencia y sabiduría, como sabiduría de los dioses; al que el
rey Nabucodonosor tu padre, oh rey, constituyó jefe sobre todos los magos,
astrólogos, caldeos y adivinos” (Dan. 5:11)
Resulta
pues que el
propio Daniel, el cuarto de los profetas mayores de Israel, llegó a ser jefe de los
magos o sacerdotes del rey Nabucodonosor. Estos magos, solía
vestir de blanco y portaban en la cabeza un gran turbante que les cubría también las mejillas. Adoraban a los cuatro elementos fundamentales:
aire, tierra, agua y fuego. Hoy diríamos que eran unos ecologistas radicales ya que se oponían a
toda forma de contaminación de dichos elementos físicos.
Según
cuenta el historiador griego Heródoto, los cadáveres no se quemaban para no
contaminar el aire; tampoco se enterraban para no contaminar la tierra; no se podían
arrojar al mar ni quedar expuestos al aire por la misma razón. Lo que se hacía
con ellos era ofrecerlos a las alimañas sobre las llamadas “torres del
silencio”.
No es
extraño pues que, como consecuencia de la proximidad geográfica, estos
sacerdotes hubieran oído hablar acerca de la esperanza de un Mesías libertador
que restauraría al pueblo hebreo. El
judaísmo
era una religión bien
conocida en todo Oriente, así como
su anhelo tradicional de un soberano que habría de reinar sobre todo el mundo. Por lo tanto, es comprensible
que semejante conocimiento, unido a la señal astronómica descubierta en el
firmamento, fuera lo que movilizara a estos astrólogos paganos en su viaje a
Jerusalén.
La
conclusión evangélica de tal historia es que aquellos misteriosos personajes orientales, superando todas las
diferencias culturales y demás dificultades, se pusieron de acuerdo para
localizar a Jesús. Encontraron
la casa, vieron al niño
junto a su madre María, se
postraron, lo adoraron y le ofrecieron sus presentes. De la misma manera hoy,
más de dos mil años después, todavía existen criaturas que acuden a los pies de
Cristo, lo descubren por primera vez en su vida y deciden adorarlo eternamente.
Postrarse para siempre ante su persona. Inclinar la vida entera y consagrarla
en señal de amor, aceptación y respeto. Esta es la verdadera adoración que no
cesará jamás.
Toda
la vida del cristiano está llamada a ser como un continuo acto de adoración que no terminará con la muerte. Se
trata de algo para la eternidad, pues tiene al Creador del tiempo como su
objeto fundamental. De manera que no debemos dejar de adorar a Dios, a través
de nuestra existencia cotidiana, porque es así como él nos perfecciona.
Es
probable que, después de todo, los Tres Reyes Magos ni fueran tres, ni reyes,
ni tampoco practicasen la magia. Sin embargo, acertaron al descubrir lo más
maravilloso y real que el ser humano puede llegar a conocer de manera personal: a
Jesucristo, el Hijo del Altísimo.
El artículo ha sido publicado
originalmente en enero de 2014.
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - ConCiencia - Ni tres, ni reyes, ni magos
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