LAS SIETE PALABRAS DE CRISTO EN LA CRUZ (III)

 Juan Bta. García Serna

Por 

CARLOS ARAUJO

(3ª)

“Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Jn.19:26 y 27)

Jesús fue el hombre que más honró los vínculos del amor y de la sangre. Estuvo en las bodas de Caná, y las bendijo con su primer milagro. Cuando resucitó al hijo de la viuda de Naín, lo devolvió a su madre, reconociendo así públicamente los derechos maternales. Cuando le presentaron niños para que los bendijese, y sus discípulos trataron de impedirlo, les reprendió, mandó que los niños le fuesen presentados y los bendijo, mostrando en ellos su inmensa ternura.

Ahora, pendiente de la cruz, se ocupa de su madre, y le muestra el mayor cariño, dándole el consuelo más eficaz en aquellas dolorosas circunstancias, dándole un nuevo hijo en la persona de Juan. La Providencia reunió al pie de la cruz al discípulo amado, a la madre afligida y a las piadosas mujeres que tuvieron el valor de acompañar a Jesús cuando todos le habían abandonado. Aquel grupo merece nuestra admiración y simpatía, porque forma un hermoso contraste con la multitud que insulta y escarnece a Jesús crucificado. Aquellas santas mujeres y el apóstol Juan son rayos de luz en medio de aquellas tinieblas.

Jesús dice a su desolada madre: “Mujer, he ahí tu hijo”, mirando al discípulo amado. El vínculo de la naturaleza quedaba roto entre la madre y el Hijo; pero María continuaba siendo madre, porque Jesús, con autoridad divina, le confería esta posición. María cambiaba de hijo, y Juan encontraba una nueva madre, porque Jesús, como Soberano, estableció este nuevo y bendito parentesco. ¿Qué mayor consuelo pudo recibir María en su amargura?

Es indudable que Juan comprendió la significación y alcance de las palabras de Jesús, pues él mismo dice en su Evangelio que “desde aquella hora recibió a María consigo”. La recibió como madre para sostenerla y prestarle toda la protección que necesitaba. He aquí la obra de Jesús como Hijo modelo y la obra de Juan como amigo ejemplar. Por otra parte, Jesús nos enseña en esta palabra que los hijos tienen el sacratísimo deber de auxiliar a sus madres, de consolarlas en sus aflicciones, de socorrerlas en sus necesidades y de mostrarles todo el amor que merecen. Una madre merece la más alta consideración, la más profunda gratitud y el amor mas entrañable. Recordando los trabajos y sacrificios que nuestras madres hicieron por nosotros con silencioso heroísmo, con abnegación inadvertida y con solicitud incansable; recordando tanta ternura, tanta generosidad, tanta paciencia y, sobre todo, tanto amor, justo es que los hijos hagan cuanto les sea posible por el bienestar de sus madres; esto nos dicta el mismo Jesús con el más admirable ejemplo.

Carlos Araujo

 

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