LAS SIETE PALABRAS DE CRISTO EN LA CRUZ (VII)
Juan Bta. García Serna
Por
CARLOS ARAUJO
(7ª)
“Entonces Jesús, clamando a gran voz dijo: Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró” (Lc.23:46)
Realmente, la Justicia divina quedaba satisfecha con la muerte
de Jesús. El Eterno Padre miraba a su Hijo con todo el amor que Éste merecía y
teniendo en Él toda su complacencia. Jesús no se siente ya abandonado de Dios,
sino en plena comunión con Él. Pasaron las horas de amarga soledad, de
profundas tinieblas, de penoso desamparo. La oscura nube que le ocultó el sol
de su alma, la faz de amadísimo Padre, se ha disipado, y Jesús muere en dulce
tranquilidad, aunque todavía dura el martirio de la cruz.
Jesús nos enseñó a vivir con su vida, y a morir con su
muerte. Gracias a Él podremos morir diciéndole a Dios: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu”. Así murió Esteban, el proto-mártir: encomendó su
espíritu a Cristo- a quien veía glorificado en el cielo-, lo cual era lo mismo
que encomendarlo al Padre Celestial, porque el Padre y el Hijo son una misma
divinidad.
Ni en la hora de nuestra muerte ni antes necesitamos
mediadores ni abogados que intercedan por nosotros o nos defiendan ante el
trono de Dios. Ese es para nosotros “trono de gracia”, ante el cual podemos
“presentarnos confiadamente”. Por esta poderosísima razón, el cristiano muere
tranquilo, lleno de gozo, con la esperanza segura de la gloria. No teme
hundirse en el río de la muerte, porque se siente sostenido por una mano
poderosa. En el valle de sombra de muerte no teme mal alguno, porque el Pastor
amoroso “le infunde aliento con su vara y su cayado”. ¡Qué feliz es el
cristiano en su muerte! Lo que para el incrédulo es objeto de terror, para el
cristiano es el fin de todo sufrimiento y el principio de todo gozo. ¡Qué
gran beneficio nos hace el Evangelio al revelarnos que podemos morir
tranquilos, con la convicción de que nos espera una inmortalidad gloriosa!
Pero no olvidemos que este sin igual beneficio tiene su razón
de ser en la obra redentora de Cristo, en esa obra perfectamente consumada. Es
necesario insistir sobre esta verdad, mal conocida por muchos, o enteramente
ignorada por un gran número de almas.
Si hemos de pasar de un mundo de miserias a un mundo de
felicidad, de una vida de trabajo a una eternidad de reposo, de un valle de
lágrimas a un Paraíso de gloria, a Jesús lo deberemos, a su cruz, a su
martirio, a su muerte.
Pero no aguardemos a la hora de la muerte para encomendar
nuestro espíritu en las manos de Dios. Podemos y debemos encomendarlo desde
ahora. ¿Quién lo pude guardar mejor? ¿Dónde podrá estar más tranquilo? ¿Quién
será más poderoso para defenderlo? ¿Dónde recibirá mejores inspiraciones, más
aliento, más gozo? Encomendemos nuestro espíritu desde ahora a Dios, y Él lo
tomará bajo su poderosa protección, hasta que lo saque de este mundo para
tomarlo consigo eternamente.
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