LIBRO DEL GÉNESIS (I)

 Recopilo un buen estudio bíblico, cuya antigüedad es del año 1964, sobre el primer libro de la Biblia, el Génesis. Pienso, de una manera especial, en la nueva generación de cristianos, y además, en aquellos que no tienen en su biblioteca este sustancioso comentario bíblico. Lo comentaré con cortas porciones de los textos bíblicos, cuya finalidad es hacerlo más ameno y fácil de asimilación. 

C. H. Mackintosh.

(Cap.1:1-3)

Muy notable, de veras, es la manera con que el Espíritu Santo comienza este libro sublime. Se nos presenta a Dios en la plenitud de su poder infinito y en la grandeza solitaria de actos sublimes e inconmensurables. Empero toda materia extraña y todo preámbulo se excluyen de la historia. Nos hallamos desde luego en contacto directo con Dios. Parece que le oímos en esos momentos solemnes en que rompe el silencio mundial y, alumbrando las tinieblas del caos terrestre con la presencia de su rostro, proclama su propósito de preparar una esfera en que puede desplegar con toda amplitud su poder y majestad eternos.

No hay nada en esta historia que lisonjee una curiosidad ociosa, nada que sirva de base para la pobres especulaciones humanas. Antes, se siente la realidad divina que ejerce su poder moral sobre la conciencia y sobre el entendimiento. El Espíritu Santo no se conformaría nunca con presentar una serie de teorías para alimentar la curiosidad de algunos. Los geólogos están libres para penetrar hasta las entrañas de la tierra y sacar de ellas material con que modificar y contradecir la historia divina. A ellos les toca examinar cada fósil y hacer sus deducciones correspondientes, pero ninguna de las declaraciones de estos hace titubear en la fe al sincero discípulo que halla todo su deleite en las palabras de la inspiración. Lee, cree y adora a Dios. Con el mismo espíritu de humildad prosigamos con nuestros estudios en este libro que tenemos abierto delante de nosotros. Qué Dios nos permita “inquirir en su santo templo”. Ojalá que todas nuestras indagaciones hechas al fin de saber la verdad en cuanto a esta escritura sean dirigidas por un espíritu de sinceridad y reverencia.

“En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (v.1)

La primera frase del canon divino nos pone en la presencia de Aquel que es la fuente infinita de toda bendición verdadera. No se encuentra aquí ningún argumento laborioso para probar la existencia de Dios. El Espíritu Santo no podría haberse ocupado de semejante cosa. Dios se ocupa de la revelación de Sí mismo y se hace conocer por medio de sus obras: “Los cielos declaran la gloria de Dios y el firmamento demuestra la obra de sus manos”. “Te alaben, oh Jehová, todas tus obras”. “Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso”. Sólo un escéptico o un ateo demandaría un argumento en prueba de la existencia de un Ser quien, por la palabra de su boca, ha dado existencia y forma al universo y se proclama, al mismo tiempo, el Omnisapiente, el Todopoderoso y el Dios eterno. ¿Quién, si no Dios, pudiera crear las cosas? “Levantad en alto vuestros ojos, y mirad quién creó estas cosas; él saca y cuenta su ejército; a todas llama por sus nombres; ninguna faltará; tal es la grandeza de su fuerza, y el poder de su dominio” Isaías 40:26. “Los dioses de las naciones son ídolos, pero Jehová hizo los cielos”. En el libro de Job (caps.38-41) tenemos el argumento más convincente en esa descripción magnífica que Jehová mismo da de su obra de creación como la prueba innegable de su superioridad absoluta; y esta declaración, presentando al entendimiento los hechos más irrefutables en evidencia de su poder infinito, apela también al corazón, manifestando una condescendencia sin límites. Se nos presenta en el mismo cuadro la majestad y el amor de Dios, su poder y su ternura como rasgos característicos.

“Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo” (v.2)

Esa era una situación en que sólo Dios podía obrar. El hombre, con su arrogancia de corazón, se ha mostrado capaz de interpolar a Dios con respecto a otros actos aún de más alta significación que ésta, pero en esta escena no tuvo parte, porque él, como todo lo demás era uno de los objetos del poder creativo. Mirando desde su morada eterna de luz hacia el inmenso caos informe, Dios pudo ver en él la esfera que sus altos planes y maravillosos designios había de ser desenvueltos y hallar su cumplimiento, el lugar donde su eterno Hijo había de vivir, trabajar y derramar su sangre hasta la muerte, a fin de desplegar ante la vista de un universo atónito las perfecciones gloriosas de su deidad. Todo era obscuridad y caos allí, pero Dios es el Dios del orden y de la luz. “Dios es luz y no hay ningunas tinieblas en Él”. La obscuridad y la confusión no pueden permanecer en su presencia.

“Y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”. Estuvo contemplando la escena de sus operaciones futuras, una escena negra, de veras, y una en que hubo lugar amplio para la operación de una potencia magna y vivificadora. Sólo el Él podría iluminar esa noche, hacer frotar la vida, sustituir el orden por la confusión, abrir un firmamento en medio de las aguas y establecer la tierra en la cual la vida pudiera desarrollarse sin temor de muerte. Todos estos eran triunfos dignos de Dios.

“Y dijo Dios: Sea la luz, y fue la luz” (v.3)

¡Qué sencillo!, y al mismo tiempo, ¡qué divino! ”Él dijo y fue hecho; mandó y existió” Salmo 33:9. Los incrédulos preguntarán: ¿cómo? ¿dónde? ¿cuándo? La contestación es: “Por la fe entendemos haber sido compuestos los siglos por la palabra de Dios, siendo hecho lo que se ve de lo que no se veía” (Heb.11:3) Con esto se satisface el espíritu dócil. Bien puede la filosofía mofarse de nosotros y acusarnos de la más crasa ignorancia, de una credulidad ciega que conviene sólo a los tiempos semi bárbaros y que no puede ser digna de los hombres que viven en esta época de luces. El museo y el telescopio han puesto a nuestra disposición una multitud de hechos de las cuales el escritor sagrado no sabía nada ¡Hay! ¡qué sabiduría! ¡qué erudición! No, más bien decimos: ¡qué necedad! ¡qué insensatez! Ignoran estos por completo el motivo y el designio de la narración sagrada.

No es el propósito de Dios en esta revelación darnos lecciones de geología o convertirnos en astrónomos. No es su intención enseñarnos los detalles que el microscopio o el telescopio tendrá que presentar, no, el objeto del Espíritu es conducirnos hasta la presencia de Dios, a fin de que le adoremos con el corazón bien enriquecido con las enseñanzas de la Palabra divina. Es cierto que estas no son razones que satisfarían al que pretende ser filósofo. Este, despreciando lo que llaman prejuicios bajos y estrechos del discípulo reverente de la Palabra, toma su telescopio y procede a examinar los cielos, o bien profundiza hasta las entrañas de la tierra en busca de cristalizaciones y fósiles, a fin de modificar y mejor (para no decir mentir) esta narración de la creación.

Con todas estas “oposiciones de ciencia falsamente llamada así” no tenemos nada que ver. Creemos que todos los descubrimientos verdaderos, ya sean en los cielos o en la tierra o en las aguas debajo de la tierra, armonizarán con lo que está escrito en la Palabra de Dios, y todas las teorías que no armonicen de esta manera tienen que ser rechazadas por todo amante de la Escritura. Esta posición es la única que puede dar descanso al creyente en estos días en que el aire se llena de toda clase de teorías y especulaciones, las cuales saben mucho de racionalismo y positivismo ateísta. Es necesario que el corazón esté firme en cuanto a la inspiración plena, eficaz y autoritativa del tomo sagrado. Sólo así puede uno defenderse contra el racionalismo de Alemania por un lado y la superstición de Roma por otro. Un conocimiento profundo del sagrado texto u una grande reverencia para él, por su inspiración, es lo que más necesita en los tiempos presentes.

 

 

 

 

 

 

 

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