LA EDUCACIÓN TEOLÓGICA
D. José GRAU
SU NECESIDA
La ignorancia es la madre de la superstición, no de la
devoción. De ahí la exhortación de Pedro: “Creced en la gracia y el
conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Ped.3:18). De igual
modo, Pablo relaciona la gracia con el conocimiento: “Esfuérzate en la
gracia que es en Cristo Jesús. Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto
encarga a hombres fieles que sean idóneos par enseñar también a otros” (2Tm.2:1-2;
cf.Ef.1:15-18). La necesidad de la educación teológica surge de la naturaleza
misma de la fe cristiana. ¿Qué es la fe sino la respuesta que damos a la
Palabra de Dios que, previamente, nos ha sido anunciada? Dios “de su voluntad, nos hizo nacer por
la Palabra de verdad” (Stg.1:18; cf.1Ped.1:23-25). Y es la mima fe, así
nacida, la que impulsa a buscar y ampliar la comprensión creciente de su
contenido. El objeto de la educación teológica es la verdad de Dios,
comunicada por su Palabra reveladora que nos ha alcanzado, nos ha transformado
y tiene que ser anunciada a otros. A la teología suele llamársela “la ciencia
de Dios”, es decir: que se ocupa de Dios y de sus atributos, así como de sus
propósitos. Prefiero llamarla “ciencia de la Revelación divina”, del estudio de
la verdad revelada de Dios. Porque Dios en cuanto tal no es nunca objeto sino
siempre sujeto. Y lo que es objeto directo de nuestra investigación es su
Palabra. A Dios sólo se le conoce en la medida en que la he placido revelarse.
Soberano en la revelación tanto como en la salvación le conocemos y le
encontramos solamente en su Palabra de revelación, la Biblia.
EL ESTUDIO Y EL AMOR DE DIOS
Seremos instrumentos idóneos en el servicio del Señor
solamente en proporción a nuestra capacidad de manejo de “la espada del Espíritu
que es la Palabra de Dios” (Ef.6:17). Descubrir las inagotables riquezas de
la Revelación divina; ésta es, y no otra, la misión de la teología y de la
educación teológica. Escudriñemos las Escrituras no sólo para conocer sino para
encontrar a Dios. O, mejor dicho: mediante el conocimiento le escuchamos hablar
por su Palabra y le encontramos (es por el conocimiento del Evangelio que le
descubrimos) y mediante el encuentro personal le conocemos más y más en el
sentido bíblico de los términos. Estudiar la Palabra significa ahondar en la
inteligencia del amor y el poder de Dios. Y cuanto más conocemos a Dios más le
amamos. Estudiar la Biblia es un acto de amor hacia quien dijo: “El que me
ama mi palabra guardará” (Jn.14:23) y también: “Santifícalos en tu
verdad: tu Palabra es verdad” (Jn.17:187). Salvación, santificación y
comunicación del Evangelio se originan en la Palabra. Y de la Palabra se nutren.
Y creemos en la gracia sólo en la misma medida en que creemos en el
conocimiento de la verdad revelada. Cuando la salvación, la santificación y la
comunión del Evangelio se pretende conseguirlas, si no al margen de la Biblia
lejos de su estudio serio y sistemático, el resultado indefiniblemente no puede
ser otro que el de abortos espirituales, y caricaturas de la fe. “Ignorar las
Escrituras es ignorar a Cristo” sentenció Jerónimo en la antigüedad.
Menospreciar su estudio es un tanto de menosprecio como de desamor hacia la
persona de Cristo.
EL ESTUDIO Y EL CARÁCTER CRISTIANO
Como embajadores en el nombre de Cristo somos portadores del
mensaje del Evangelio. Se impone un aprendizaje a fondo de este mensaje. Un dominio
profundo y amplio de la totalidad del mismo. Se exige, en suma, del embajador que
conozca los documentos de los que es portador (2Cor.5:19-20). ¿Qué impresión causaría
un diplomático que no estuviera familiarizado con el contenido de la encomienda
oficial de su gobierno? ¿Qué embajador podría ejercer un tal funcionamiento? Así
también, es condición indispensable de todo cristiano responsable el conocer
más y más la Sagrada Escritura en que llega hasta nosotros el mensaje de
nuestro Señor.
Aunque no todos los cristianos están llamados a ser exégetas
del texto bíblico, sin embargo, existe una afinidad entre madurez cristiana y
competencia teológica. Cuando hablamos de competencia teológica no nos estamos
refiriendo a teólogos de profesión sino a creyentes que saben lo que creen y por
qué lo creen. Cada uno dentro de la medida y las posibilidades de su propia vocación
y servicio en la iglesia. Cierto que, como señaló Talbot Chalmers, “la doctrina
sin la piedad es como un árbol sin raíces”. El carácter cristiano es un fruto
que crece solamente del árbol de la doctrina cristiana. No podremos disfrutar
por mucho tiempo de los frutos de la fe si no cuidamos el árbol del suelo donde
hundía sus raíces. Este suelo no es otro que el de la Palabra de Dios.
“No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio
de la renovación de nuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la
buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Rom.12:1). ¿Es posible esta
renovación sin el estudio teológico?
EL ESTUDIO Y LA IGLESIA
La descripción de la vida de la Iglesia primitiva es hecha en
los siguientes términos: “Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles,
en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones”
(Hech.2:41-42). De las cuatro características destaca en primer lugar la
perseverancia en la doctrina apostólica. Esto conlleva, y exige, la
enseñanza y la formación permanente para que la Iglesia descanse y crezca sobre
su único y auténtico fundamento (Ef.2:20). La fe que salva nace de la doctrina,
de la exposición y proclamación de la verdad encomendada a los apóstoles. Los
que han de creer en mí, puntualiza Jesucristo, creerán por medio de “la
palabra de ellos” (de los apóstoles) (Jn.17:20)
Y esta enseñanza es la que debe convertir y salvar a las
gentes: “Por tanto id, y haced discípulos, enseñándoles que guarden
todas las cosas que os he mandado” (Mt.28:19-20). La neta no es,
simplemente, hacer conversos sino discípulos y de ahí el énfasis
en la enseñanza. No sólo para salvar, sino también para servir y edificar.
Porque la educación teológica es un servicio a las iglesias, y debe hacerse en
comunión con ellas, por cuanto la reflexión y el estudio de la Palabra de Dios
no sólo surge del seno de la Iglesia, sino que apunta igualmente a la mejor
edificación de la misma. La educación bíblica tiene un sentido comunitario,
eclesial, insoslayable. Pablo señala a Timoteo que la enseñanza dada por el
apóstol lo fue “ante muchos testigos” (2Tm.2:2). La expresión “ante
muchos testigos” puede traducirse también “con el apoyo de muchos
testigos”. “Que Timoteo recuerde que el mensaje que ha oído de boca de Pablo le
ha sido entregado en medio de muchos testigos o personas que estaban
dispuestas a apoyar el testimonio del apóstol” (Hendriksen). La enseñanza
aparece aquí en un marco eclesial.
El depósito de la fe (1Tm.6:20; 2Tm.1:14), el mensaje
apostólico que Pablo encomienda a Timoteo, tenía amplio apoyo para su
autenticidad y su autoridad (cf. 2Ped.3:15-16). De la misma manera, nuestra
transmisión de la verdad revelada debe hacerse de acuerdo con la llamada analogía
de la fe y también teniendo siempre en cuenta que los principales
responsables de la enseñanza en las iglesias son dones del Señor a su pueblo
para la edificación del Cuerpo de Cristo.
“Y él mismo constituyó a unos apóstoles; a otros, profetas;
otros, evangelistas; a otros, pastores; y maestros, a fin de
perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del
cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del
conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la mediada de la estatura
de la plenitud de Cristo” (Ef.4:11-13)
Esta, y no otra, es la meta de la teología y del estudio de
la misma en la Iglesia. La educación teológica tiene una función específica en
la amplia esfera de las actividades y ministerios que deben ejercerse en cada iglesia
local. De ahí necesidad, porque la iglesia local no es sólo una comunidad de
fe, amor y alabanza sino también una comunión de discípulos a los cuales Dios
ha confiado su Revelación y la proclamación de la obra de salvación realizada por
Cristo.
“Tú, pues, hijo mío, esfuérzate en la gracia que es en Cristo
Jesús. Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres
fieles que sean idóneos para enseñar también a otros” (2Tim.2:1-2). El ministerio de la
enseñanza es clave para la vida y para el futuro de la Iglesia.
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