LA INMORTALIDAD DEL ALMA
Carlos de la Vega
Existe una elección decisiva que todo ser humano debe hacer.
Se trata de elegir el lugar donde hemos de pasar la eternidad. Esta alternativa
es planteada por Moisés al pueblo judío poco antes de que el caudillo hebreo
muriera. Dice Moisés:
“A los cielos y la tierra llamo por testigos hoy contra
vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la
maldición: escoge pues la vida, porque vivas tú y tu simiente”
(Deuteronomio
30:19)
En el Nuevo Testamento Cristo impone el mismo desafío. El ser
humano ha de elegir entre la puerta estrecha de la salvación o la ancha de la
perdición.
“Entrad por la puerta estrecha: porque ancha es la puerta, y
espacioso el camino que lleva a perdición, y muchos son los que entran por
ella. Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y
pocos son los que la hallan”
(Evangelio según Mateo 7:13-14)
EL ATEISMO DE CARLOS PINTO
Carlos Pinto, el conocido psiquiatra canario, afirma tajante:
“Se vive en el recuerdo de los demás y por escaso tiempo. Luego nada”.
Esa nada terrible y profunda la escribe el citado psiquiatra con mayúscula. Con
eso quiere decirnos que no es una Nada como las demás. Es una Nada metafísica.
Un cielo de nubes negras que envuelve la mente y el corazón, asfixiándonos en
el pozo sin fondo del sepulcro. ¡Triste creencia!
La fe cristiana cree otra cosa. Cree en otra orilla. Cree que
de esa orilla vino Cristo. “Yo soy de arriba”, decía el Maestro. La fe
cristiana cree que de la otra orilla regresó Lázaro, el hermano de Marta y
María. Desde esta orilla, Pedro Juan y Santiago, tres los discípulos más
íntimos de Jesús, alcanzaron con su mirada la otra orilla y vieron y escucharon
a Elías y a Moisés. En la otra orilla estaban Lázaro, el mendigo, y Abraham, y
también el rico epulón. En la otra orilla viven las almas de los redimidos que
contempló Juan en su visión de Patmos.
LAS DUDAS DE ADOLFO LEY
Un eminente neo cirujano, Adolfo Ley, figura
internacionalmente reconocida, que se declara creyente, dice: “no he podido imaginar
nunca bien lo que es la eternidad”. Pero no por eso la niega. Su postura es
honrada. El que no podamos comprender el mundo del espíritu con nuestras
limitaciones físicas no nos da derecho a negarlo. La vida en el más allá es una
realidad indiscutible en el libro de Dios. El hecho es incuestionable, aun
cuando los detalles aparezcan a veces envueltos en el misterio. Que es una
realidad dura de comprender para el cerebro del hombre, también es cierto. Ni
los constantes suspiros de los hombres que forman la Historia del Antiguo
Testamento; ni las sencillas declaraciones evangélicas; ni los más densos
conceptos teológicos de las epístolas; ni los simbolismos del Apocalipsis nos
desvelan el misterio con entera claridad. De lo cual no podemos asombrarnos. “Si
os he dicho cosas terrenales y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las
celestiales?” Esta fue la queja de
Jesús contra Nicodemo. Presentes en el tiempo, sólo comprenderemos del todo la
eternidad cuando la alcancemos. Aquí podemos vislumbrarla, pero nada más. Dice
Pablo: “Ahora vemos por espejo, oscuramente; más entonces veremos cara a cara.
Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré como fui conocido”.
LA ANGUSTIA DE UNAMUNO
He aquí la confesión angustiosa de Miguel de Unamuno, tomada
de su libro “Del sentimiento trágico de la vida”. Dice el gran escritor
vasco: “Si del todo morimos todos, ¿para qué todo? ¿Para qué? Es el para qué
que nos corree el meollo del alma, es el padre de la congoja. No quiero
morirme, no; no quiero, no quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre,
siempre; y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ahora y aquí, y por
esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia”. Creer
en Dios y aceptar la plena divinidad de Cristo es cuestión de un ejercicio
espiritual.
LA SEGURIDAD DE MERCEDES SALISACHS
No, las cosas no pueden ser así, como quieren los incrédulos.
El alma no muere con el cuerpo porque el alma es inmortal. De este sentimiento
de inmortalidad participa la gran escritora catalana Mercedes Salisachs, quien
dice con pleno convencimiento: “Creo que somos totalmente inmortales, ya
que, excluido el período de separación entre el alma y el cuerpo, una vez
resucitados, también el cuerpo tendrá derecho a la inmortalidad. Además -
añade-Cristo lo dice bien claramente en el Evangelio al referirse al Padre: “El
Dios de Abraham es un Dios de vivos, no de muertos”. Así que creo firmemente en la resurrección de
la carne y en la inmortalidad”.
La novelista catalana lleva la supervivencia a su máxima y
auténtica dimensión, la resurrección de los cuerpos. Y basa su razonamiento en
la cita bíblica originada en el Antiguo Testamento y repetida en el Nuevo
Testamento, de que Dios es un Dios de vivos. La inmortalidad, pues, se impone,
a menos que dejemos a Dios, al final de los tiempos, reinando sobre un mundo de
cadáveres. El alma parte a gozar de la presencia de Dios desde el instante
mismos de la muerte. Pero también el cuerpo se levantará un día transformado
por el poder de la resurrección y habitará eternamente en los dos lugares de
duración eterna que la Biblia señala en el más allá.
LA GOZOSA ESPERANZA DE VICTOR HUGO
Si la muerte fuera terminación de la existencia, nada tendría
sentido en este mundo, y nada valdría la pena; en este caso, la vida que
conocemos, con su corta duración de la cuna al sepulcro, no sería otra cosa más
que esa vanidad completa del Eclesiastés: el vacío, la frustración de todo.
Pero no; digan lo que quieran los incrédulos, cuando el cuerpo muerto desciende
a la tumba no termina todo, sino que comienza una nueva etapa, un vivir
distinto. Así lo han sentido millones de creyentes en todo el mundo, en todos
los tiempos, de cuyas voces se hace eco el gran poeta que fue Victor Hugo: “Cerca
de medio siglo - decía el genial francés- he estado escribiendo mis
pensamientos en prosa, verso, historia, filosofía, drama, sátira, oda, canto.
Todo lo experimentado, pero siento que aún no dije la milésima parte de lo que
está en mí. Cuando yo baje a la tumba podré decir, como muchos: “Ha terminado
la faena del día”, pero no podré decir: “Ha terminado la vida”. Mi trabajo
comenzará a la mañana siguiente. Mi tumba no es un callejón sin salida; es un
camino abierto que se cierra con el crepúsculo de la noche y abre con la
aurora. No valdría la pena vivir si tuviéramos que morir por completo. Lo que
aligera el trabajo y santifica nuestros esfuerzos, es la visión de un mundo
mejor que contemplamos a través de las tinieblas de esta vida”.
UN PASAKE ILUMINADOR DE VOLTAIRE
El mismo Voltaire, campeón y guía del ateísmo materialista,
destruyó sus propias creencias ateas en un momento de buen sentido, cuando a la
vista del pasaje bíblico de Eclesiastés 12:7, se planteó estas interrogaciones:
“¿Quién sin más luz que la razón pudiera averiguar jamás cual es la suerte
que al hombre cabe en su hora postrimera? ¿Evita su alma el golpe de la muerte?
¿Se apaga entonces la divina llama y como el cuerpo en polvo se convierte?”
No. No se apaga la divina llama. No se convierte en polvo el
alma que da vida al cuerpo. Se evita el golpe de la muerte. La muerte pierde su
aguijón. El sepulcro cede su victoria. El alma traspasa madera, mármol y tiempo
y parte al lugar de donde vino. “Mamá – escribió el soldador Enzo
Valentín, antes de morir en el frente de guerra-, procura no llorar por mí
si caigo en el campo del honor. Piensa que, aunque no regrese a casa no por eso
habré muerto. La parte inferior de mi ser, el cuerpo, puede sufrir, consumirse,
y desaparecer, pero el alma no. ¡Yo, alma, no puedo morir! Mi muerte física
será el principio de la verdadera vida, el retorno a Dios, al infinito. Por
eso, mamá, ¡no llores!”.
Este “¡no llores!” es el grito de la fe. La fe se niega
categóricamente a admitir por verdadera una idea que sabe equivocada. La fe no
acepta, no puede aceptar que de la vida pasemos a la nada, porque su mundo está
más allá de la tumba. Y no se trata de un sentimiento de hoy. Los que leen lo
saben. Quienes estudian conocen que esa resistencia a perecer definitivamente
con la muerte es tan antigua como el mismo hombre.
LAS AFIRMACIONES DE CRISTO
Si la muerte es el fin de la existencia, Cristo fue el más
grande embaucador de todos los tiempos. Él creía en la supervivencia del alma.
Y hablaba de otra vida más allá del sepulcro. “En la casa de mi Padre –
dijo en una ocasión a los discípulos- muchas moradas hay; si así no fuera yo
os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros”. Y hablando
con Marta sobre el tema de la resurrección de los muertos, aclaró: “Yo soy
la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá”.
LA SEGURIDAD DE LOS APÓSTOLES
Si la muerte es la última palabra en la existencia humana,
los apóstoles de Jesucristo, los hombres que echaron los cimientos de la más
grande civilización que ha conocido nuestro planeta, fuero unos pobres ilusos.
Porque ellos vivieron plenamente convencidos de la inmortalidad al otro lado de
la tumba. “Tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son
comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse”. Esto
era lo que Pablo creía. Y todavía más claro: “Sabemos que si nuestra morada
terrestre – escribía a los corintios-, este tabernáculo se deshiciere,
tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna en los cielos”.
Juan cruza con los ojos de la fe el ancho mar que separa las
dos orillas y al otro lado contempla un cielo nuevo y una nueva tierra. Allí,
dice, “enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos, y ya no habrá más
muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas
pasaron”. En la nueva ciudad, en el paraíso de Dios donde moran los seres
redimidos por la sangre de Cristo, la existencia se rige por leyes diferentes a
las que conocemos aquí. “No habrá más noche - agrega Juan-, y no tienen
necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol, porque Dios el Señor los
iluminará y reinará por los siglos de los siglos”.
EL MARTIRIO DE LOS CRISTIANOS PRIMITIVOS
Si la vida termina para siempre al borde de la tumba, los mártires
que tuvo el cristianismo durante los tres primeros siglos de nuestra era fueron
engañados y murieron por una causa vana. Y hay que leer con calma la historia
de aquellos tiempos para conocer bien los horrores de la persecución que se
desató el año 64 y duró 249 años. ¿Es posible que estos miles de mártires
ofrendaron inútilmente sus vidas? ¿Qué poder les empujaba hacia el martirio? ¿Qué
fe les sostenía en la dura prueba? ¿Qué clase de esperanza animaba la entrega?
Si nada hay después de la muerte, si todo queda en la tumba, el cristianismo es
la falsedad mayor que han conocido los siglos.
En conclusión, amigo, la vida eterna es una realidad. Después
de la muerte la tumba, pero más allá de la tumba el cielo, la vida eterna,
Dios, la gloria.
(Ref. Revista: “Restauración”. * 1977)
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