SUPERVIVENCIA TRAS LA MUERTE

Juan Bta. Garcia Serna

Hago una recopilación resumida de este artículo sustancioso, ya que no tiene ni un ápice de pérdida, tanto para los que creemos en la supervivencia después de la muerte física, como de aquellos que al no creer puedan reflexionar al respecto, ya que el final de la vida no es la muerte física. ¡Que nadie engañe, en su incredulidad, en esta filosofía hueca de que la muerte es el final! Y sí así piensas, te invito no sólo a leer con atención esta reflexión, sino a considerar seriamente lo que las Sagradas e Inspiradas Escrituras dicen al respecto.

Escribe:

JUAN DE RABAT

“Si del todo morimos todos, ¿para qué todo? ¿Para qué? Es el ¿para qué? de la Esfinge, es el ¿para qué? que nos corre el meollo del alma, es el padre de la congoja”. “No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia”.

(Miguel de Unamuno en “Del sentimiento trágico de la vida”)

EL MÁS ALLÁ

“Cuando no se reconoce el valor divino de lo humano y se cree que estamos compuestos tan sólo de materia perecedera, es lógico que se niegue también el mundo del más allá. En estas condiciones, los estados eternos del cielo y el infierno vienen a resultar meros inventos del hombre. Lo comprendemos. Las falsas enseñanzas sobre el infierno han conducido a miles, a millones de seres dentro del cristianismo a una idea equivocada sobre le más allá, cuando no a una negación absoluta de su existencia. La gran cantidad y variedad de chistes sobre el infierno son una prueba de que en muchos países llamados cristianos la gente ha tomado abroma todo lo relacionado con el infierno y, como consecuencia, con la vida de ultratumba.

Con todo, por mucho que el lugar de un castigo eterno aterre a la razón, está ahí, contenido en las páginas de la Biblia, como sitio de condenación en el más allá de Dios. Hay en la Biblia un considerable número de figuras y declaraciones que hablan del cielo y del infierno. Si admitimos como verdaderas las que se refieren al cielo, ¿con qué derecho negamos las que tratan del infierno?

En el Antiguo libro de Daniel, en las páginas del Viejo Testamento, hallamos esta afirmación: “Muchos de os que duermen en el polvo de la tierra serán despertados; unos para vida eterna y otros para vergüenza y confusión perpetua” (Daniel 12:2). En el Nuevo Testamento, quien más habla del infierno es precisamente Cristo, que vino para librarnos de é. “Vendrá hora, dijo refiriéndose así mismo, cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldarán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Juan 5:28-29)

Bien y mal, cielo e infierno, vida y condenación, he ahí los dos lugares que aguardan al alma en el más allá, tras la muerte del cuerpo. Negarlos no cambia la verdad de los mismos. La incredulidad del hombre no puede hacer mentir la verdad de Dios. El encogimiento de hombros tampoco o resuelve el problema Hay que afrontarlo y solucionarlo con los medios que Dios pone a nuestro alcance.  Aun cuando se ha abusado considerablemente de las imágenes, el infierno, tal como lo concibe San Pablo, como exclusión definitiva de la presencia de Dios, vida eterna en un lugar de condenación, es una realidad sin discusión en las páginas de la Escritura. Negar esta realidad es caminar sobre un cable con las cataratas al fondo.

RAZÓN DE LA INMORTALIDAD

Un periodista y novelista dijo: “Yo soy “yo” y mi cuerpo. Mi cuerpo solo no es “yo”. Hay algo en mí que no es mi cuerpo. Creo que este algo que hay en mí que no es mi cuerpo sobrevive a la muerte corporal”.

Este es el gran argumento de la inmortalidad contra el cual se estrellan odas las negaciones del materialismo. Hay en nosotros una naturaleza espiritual que no perece con la materia. El cuerpo va envejeciendo con la carga de los años, los problemas y las enfermedades. Pero el espíritu es eternamente joven. Más aún: según San Pablo, el espíritu es más joven cada día. “Aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, dice, el interior, no obstante, se renueva de día en día” (2ª Corintios5:16)

Llega un momento en que la envoltura material se rompe, el cuerpo no aguanta más y cae. Ocurre entonces lo que dice el Eclesiastés desde hace más de tres mil años, que “el polvo vuelve a la tierra, como era, y el espíritu vuelve a Dios que lo dio” (Eclesiastés 12:7)

El espíritu inmortal del hombre s “ese algo que no es mi cuerpo”. Lo que en determinados pasajes bíblicos se llama también alma imperecedera. Y no es, como algunos creen, una doctrina exclusivamente del Nuevo Testamento. Ya hemos citado a Daniel y Salomón, ambos en el Antiguo Testamento. En el libro de Job, uno de los más antiguos en la historia del hombre, su autor, atrozmente torturado por una serie de graves calamidades, juzga todos sus sufrimientos a la luz de la inmortalidad y expresa se seguridad de supervivencia con estas claras palabras: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de desecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dio; al cual veré por mi mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí”  (Job 19:25-27)

Otro gran escritor, investigador y crítico literario, Federico Carlos Sainz de Robles, razona la inmortalidad con arrebatadora pasión de creyente en Dios: “Me niego categóricamente a creer que de la vida pasemos a la nada. Sería otra estafa para cuantos hemos mantenido nuestra fe a fuerza de ilusiones y de negaciones al diálogo razonador racionalista. Creo en un alma inmortal “.

¡Ese es el grito de la fe! La fe se niega categóricamente a admitir por verdadera una idea que sabe equivocada. La fe no acepta, no puede aceptar que de la vida pasemos a la nada, porque su mundo está más allá de la tumba. Y no se trata de un sentimiento de hoy. Los que leen lo saben. Quinees estudian conocen que esa resistencia a perecer definitivamente con la muerte es tan antigua como el mismo hombre. La angustia de Adán al verse descubierto era, en un sentido, angustia de inmortalidad. Miedo a dejar de seguir viviendo en la presencia de Dios.

Las grandes figuras del mundo greco-latino sentían lo que siente Sainz de Robles, lo que sentimos todos cuantos llevamos prendida en el alma la chispa de Dios. Pitágoras, Empédocles, Sócrates, Platón, Aristóteles y oras grandes lumbreras del pensamiento se negaban a terminar su vida en la nada. Cicerón, el gran tribuno romano, escribió: “Creemos que nuestros queridos difuntos viven todavía y que disfrutan de la única vida digan de tal hombre. Y esto no sólo lo creemos porque nos lo dicta la razón, sino también por la autoridad de los más ilustres filósofos”.

Si los difuntos no siguieran viviendo en el más allá de Dios, llevará razón Sainz Robles: “Menudo fracaso”. O como dice San Pablo: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres” (2ª Corintios 15:19)

La eternidad de Dios, la superioridad del hombre, su origen divino y su infinito valor son razones en las que apoya Pilar Primo de Rivera la inmortalidad del alma: “Desde luego creo, por creer en un Dios sin principio ni fin. Yo soy teólogo y, por tanto, no puedo explicar con ciencia y conciencia las profundidades de esta eternidad de Dios, pero sí entiendo que un ser superior como es el hombre, hecho por Dios a su imagen y semejanza, no puede acabarse en la muerte; y llevo dentro de mí como una voz que me lo exige y algo que lo necesita”.

No hace falta la teología ni la erudición bíblica para vivir convencido de la inmortalidad. Es más importante la voz de la propia conciencia, la seguridad que proporciona la fe. La teología es dogma y es especulación. La inmortalidad es vida, humanidad que se prolonga en el mundo de lo eterno. El hombre es demasiado importante para perderse definitivamente en la tierra húmeda o entre las frías paredes de una cavidad de mármol. El mismo Voltaire, campeón y guía del ateísmo materialista de buen sentido, cuando a la vida del pasaje bíblico de Eclesiastés 12:7, ya citado, se planteó estas interrogaciones:

“¿Quién sin más luz que la razón pudiera, averiguar jamás cuál es la suerte, que al hombre cabe en su hora postrimera? ¿Evita su alma el golpe de la muerte? ¿Se apaga entonces la divina llama, y como el cuerpo en polvo se convierte?”

No. No se apaga la divina llama. No se convierte en polvo el alma que da vida al cuerpo. Se evita el golpe de la muerte. La muerte pierde su aguijón. El sepulcro cede su victoria. El alma traspasa madera, tierra, mármol y tiempo y vuelve al lugar de donde vino. Un soldado escribió: “Mamá, procura no llorar por mí si caigo en el campo de honor. Piensa que, aunque no regrese a casa no por eso habré muerto. La parte inferior de mi ser, el cuerpo, puede sufrir, consumirse y desaparecer, pero el alma no. ¡Yo, alma, no puedo morir! Mi muerte física será el principio de la verdadera vida, el retorno a Dios, al infinito. Por eso, mamá, ¡no llores!”

De este mismo sentimiento de inmortalidad participa la gran escritora catalana Mercedes Salisachs. Le pegunta Gironella: “¿Cree usted que hay en nosotros algo que sobrevive a la muerte corporal?”. Y responde la novelista con pleno convencimiento: “Más aún: creo que somos totalmente inmortales, ya que, excluido el período de separación entre el alma y el cuerpo, una vez resucitados, también el cuerpo tendrá derecho a la inmortalidad. Además, añade la señora Salisachs, Cristo lo dice bien claramente en el Evangelio al referirse al Padre: “El Dios de Abraham es un Dios de vivos, no de muertos”. Así que creo firmemente en la resurrección de la carne y en la inmortalidad”.

La novelista catalana lleva la supervivencia a su máxima y auténtica dimensión, la resurrección de los cuerpos. Y basa su razonamiento en la cita bíblica originada en el Antiguo Testamento y repetida en el Nuevo Testamento, de que Dios es un Dios de vivos. La inmortalidad, pues, se impone, a menos que dejemos a Dios, al final de los tiempos, reinando sobre un mundo de cadáveres.

El alma parte a gozar la presencia de Dios desde el instante mismo de la muerte. Pero también el cuerpo se levantará un día transformado por el poder de la resurrección y habitará eternamente en los dos lugares de duración eterna que la Biblia señala en el más allá. ¿Cómo? El hecho sigue siendo un misterio que Dios revelará plenamente en su día. San Pablo no lo explica, ero lo cree y lo proclama: “He aquí – dice-, os digo un misterio: no todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria” (1ªCoritnios 15:51-54)

En otro lugar de la Biblia, el apóstol aclara que la transformación de los cuerpos muertos, desechos, convertidos en polvo, comidos por las fieras, devorados por los peces, incinerados en los crematorios, será llevada a cabo por el mismo Jesucristo. “Nuestra ciudadanía – escribe- está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Filipenses 3:20-21)

No hace falta más. El poder mostrado por Dios en la creación del mundo; el poder que movió su corazón para enviar al Hijo a redimirnos; el poder de la Cruz vencida y de la tumba abierta, entrará en actividad de nuevo a la hora de resucitar los cuerpos muertos. Y este poder – poder bendito- presidirá la continuación de la vida al otro lado de esta enorme muralla física”.

(Ref. Revista: “Restauración”. Año 1970)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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