¿POR QUÉ EVANGELIZAMOS TAN POCO?

D. David Burt

Pastor, profesor y escritor.

No hay ningún mandato más claro de parte del Señor Jesucristo sino la Gran Comisión, y sin embargo somos tan propensos a desobedecerlo. Dios nos da todos los recursos para poder cumplirlo con eficacia; y sin embargo nos cuesta tanto.

La triste realidad es que una gran mayoría de los que profesan el nombre de Cristo en nuestros días, no evangelizan. Y de los que evangelizan, algunos son tan exaltados que más bien deshonran el Evangelio al comunicarlo, y otros lo hacen acomplejados, inseguros, avergonzados.

¿Por qué es así? ¿Qué es lo que nos pasa?

Yo quisiera proponeros algunas razones. Seguramente hay más. Quizás hay causas espirituales profundas que no he logrado percibir hasta aquí. Pro estoy seguro de que estas razones tristemente son reales entre nosotros.

Por nuestro desconocimiento del evangelio.

Parece inconcebible que alguien siendo creyente desde hace muchos años no sepa explicar con sencillez y coherencia las ideas básicas del Evangelio. Y sin embargo en muchos casos es así.

Si alguien te hiciera la misma pregunta que el carcelero de Filipos hizo a los apóstoles: ¿Qué debo hacer para ser salvo? ¿Sabrías contestarle? ¿Sabrías razonarle y explicarle el Evangelio, punto por punto?

El Evangelio no es arbitrario. Dios no va marcando las “reglas” de la salvación de una manera caprichosa. Corresponden a la verdadera necesidad espiritual del hombre y a la santidad de Dios. No explican cómo Dios puede tomar a pecadores desesperadamente perdidos como nosotros, constituirnos hijos suyos y transformarnos a la imagen del Señor Jesucristo, sin hacer violencia a su propia justicia y santidad, ni a nuestra integridad humana.

Si vamos a poder testificar con eficacia hemos de entender bien, cómo funciona el Evangelio, cuales son las “reglas del juego”. Nuestra pereza mental y culpable ignorancia del Evangelio es una primera causa por la cual no evangelizamos.

¿Te atreverías a ser intervenido por un cirujano que sabe que dentro del cuerpo humano hay unos huesos, pero no sabe identificarlos?, ¿y sabe que la sangre corre por las venas, pero no sabe donde se encuentran éstas?  ¿Qué, sabe que hay distintos órganos como el corazón, los pulmones, la vesícula, el hígado, pero no está muy seguro de cuáles son sus funciones?  Así tampoco puedes atender a la salvación de la gente si tienes vagas nociones acerca del Evangelio, pero no sabes como funciona, o si te “suenan” términos como “redención”, “Espíritu Santo”, “cruz”, “santificación”, “nuevo nacimiento”, “pecado”, “justificación”, “segunda venida”, pero no tienes mucha idea de su significado ni de cómo se relacionan entre sí.

Una de las cosas que más merma nuestra confianza y nos hace sentir vergüenza, es el tener que vender un producto que desconocemos o de cuyo valor no estamos convencidos. Sólo seremos persuasivos y entusiastas en la evangelización si entendemos bien el Evangelio, si conocemos las evidencias históricas sobre las cuales sus hechos están basados y si nosotros mismos estamos plenamente convencidos de su eficacia para salvar al hombre.

En la evangelización partimos de la base de que “no hay otro Evangelio” válido para la salvación del ser humano excepto el Evangelio del Señor Jesucristo, porque: “no hay nombre bajo el cielo, dado a los hombres en que podamos ser salvos” excepto en el suyo (Gál.1:6-7; Hech.4:12). Nosotros, es de suponer, hemos conocido el poder salvador del Evangelio. Hemos experimentado su eficacia. Por esto nos convence. Por esto queremos comunicarlo a nuestro prójimo.

Sólo el Evangelio llega a las raíces de nuestra condición humana. Sólo él nos pone de manifiesto tal y como verdaderamente somos en todo nuestro potencial de gloria y en toda nuestra verdadera miseria. Sólo él pone el dedo en las llagas de nuestra vida; descubre nuestras taras y diagnostica nuestras enfermedades; revela nuestra responsabilidad, y por lo tanto el veredicto de nuestra inevitable culpabilidad bajo la ira del Dios Justo y Santo. Y sólo el Evangelio luego nos señala el camino por el cual el Dios mismo expía el pecado, levanta la condena, cura nuestras llagas, n os libera de nuestra miseria y esclavitud, nos rehabilita como personas, y restaura nuestra gloria humana.

El Evangelio es tan realista en su enfoque, tan perceptivo en su análisis, tan profundo en si diagnóstico y tan poderoso en sus remedios, que todo otro mensaje es parcial, pobre e ineficaz en comparación. La ciencia, el arte, la tecnología, la medicina, la filosofía, la psicología, todo tipo de conocimiento y creatividad, toda la gama de disciplinas universitarias, de ideologías políticas, sociales y religiosas todas estas cosas pueden tener su lugar e interés. Pero sólo el Evangelio salva al hombre.

Por nuestro desconocimiento de nuestra responsabilidad evangelística.

Vivimos en un mundo caracterizado por la especialización. El que es carpintero no es médico. Nadie puede dominar todas las áreas de conocimiento, así pues, te quedas dentro de tu esfera de trabajo y por lo demás acudes a oros especialistas.

Algo parecido ocurre en la iglesia. Y con cierta justificación bíblica, porque el Nuevo Testamento reconoce una diversidad de dones en las que los miembros tienen diferentes funciones. Pero necesitamos matizar bien estas ideas.

No todos podemos ser pastores, pero todos tenemos una responsabilidad de cuidado fraternal (Ro.12:10). Sin embargo, hay muchísimos hermanos que no han asumido esta responsabilidad. Mas bien tienen la actitud: “para esto pagamos a los pastores, que lo hagan ellos”.

Algo parecido ocurre con la evangelización. Si bien es cierto que el Señor llama a algunos a ministerios evangelísticos especializados o de “tiempo completo” (Ef.4:11), también lo es que nos ha encomendado a todos la responsabilidad de compartir con otros las buenas nuevas y de anunciar las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas a la luz admirable (1Ped.2:9).

No podemos echar sobre los “especialistas” una obligación intransferible que el Señor nos ha encomendado a cada uno de nosotros.

A cada uno de nosotros el Señor nos ha colocado en un lugar determinado a fin de dar testimonio de Él. Ser luz y sal, “redimir el tiempo”, aprovechar las oportunidades de comunicar el Evangelio, no es la responsabilidad de unos pocos sino de cada hijo de Dios. ¿La hemos asumido?

 Desgraciadamente no solemos atender tanto a los mandatos de Cristo como al ejemplo que vemos en los demás. Sí en una iglesia la inmensa mayoría no evangeliza, entonces los nuevos miembros (que en estas condiciones serán mas bien los hijos de los creyentes y nadie más), tampoco verán su obligación de evangelizar.

Una segunda razón por la que no evangelizamos es, por lo tanto, el hecho de no haber escuchado personalmente la llamada de Jesucristo, por no haber obedecido su mandato, y por no haber reconocido nuestra obligación. O si acaso, por haberlo reconocido en teoría, pero habernos escudado en la práctica tras la negligencia común de los demás.

Por no estar en condiciones morales de poder evangelizar.

Acabo de decir: “Por no haber escuchado personalmente la llamada de Jesucristo”. Y tal explicación abre la perspectiva ante otra razón por la que no evangelizamos: por no haber sido enviados. Estoy convencido de que es toda una bendición que algunas personas que profesan ser creyentes no evangelicen. Su vida no respalda el Evangelio ni sirve para ilustrar lo que están practicando. Por lo tanto, es mejor que se callen.

El Evangelio es poder de Dios para salvación. Si la vida de un creyente determinado se caracteriza por la derrota moral, la impotencia espiritual, y el descuido de su relación con el Señor, es mucho mejor que no evangelice. El mundo está cansado de teorías, de meras palabras. El testimonio eficaz siempre es doble: El de un mensaje transformador, y el de una vida transformada. Para poder evangelizar de verdad, hay que ser enviado por Dios (Ro.10:15). Ante la inmensa necesidad evangelística de su día, el Señor Jesucristo no dijo a sus discípulos que buscasen a quien fuera para ayudarles en su tarea, sino que rogasen a Dios que Él enviara obreros a su mies (Mt.9:38). Hay testimonios que, lejos de ayudar en la evangelización, la entorpecen y la estropean (Hech.16:17-18). En vano hablamos si nuestra vida no honra nuestro mensaje (ver Mt.8:4). Por esto para ser enviados por Dios hemos de ser santos (2.Tm. 2:21)

Algunos de nosotros sabemos que, si no evangelizamos, no es por desconocimiento del Evangelio ni de nuestra responsabilidad evangelística, sino porque tal y como somos el Señor no puede enviarnos. Como en el caso de Isaías, primero tiene que haber limpieza, luego misión (ver Is.6:1-9)

 Por la mediocridad de nuestro compromiso con el Evangelio.

Otra razón muy parecida es la siguiente: que no vivimos intensamente las realidades del Evangelio, y por lo tanto no nos sale espontáneamente la comunicación del Evangelio. Vivimos vidas divididas. Los domingos por la mañana somos creyentes. El resto de la semana nuestras prioridades, actitudes, gustos, temas de conversación, maneras de comportarnos y actividades, apenas si se distinguen de la vida de nuestros compañeros no cristianos.

Siendo así, cualquier actividad evangelizadora no procede espontanea y naturalmente de nuestra vida cotidiana, sino es algo artificialmente impuesto sobre ella.

En la práctica de la iglesia apostólica, la evangelización no era tanto una actividad organizada un par de veces al mes, como una vivencia constante y total. Todo momento del día era bueno para evangelizar. Toda conversación era una oportunidad evangelística. Y era así porque los creyentes vivían intensamente el Evangelio que profesaban.

El señorío de Jesucristo ha de ser total. Y nuestro compromiso con Él incondicional.

Tantos “creyentes” de hoy no han comprendido que el señorío de Jesucristo ha de ser total y el compromiso con Él incondicional y constante. No han comprendido que la llamada de Dios no es solamente a que integremos ciertos conceptos del Evangelio dentro de nuestra cosmovisión, sino que nuestra cosmovisión sea plenamente transformada por el Evangelio. No es cuestión de añadir unas cuantas ideas a la filosofía de la vida que sosteníamos antes de la conversión, sino de renovar totalmente nuestro entendimiento (Ro.12:2). Como consecuencia ellos no viven por y para el Evangelio, sino que lo tratan como un pasatiempo, algo que justifique ciertos aspectos de su vida y les de unas garantías para el futuro, pero que no envuelve todo lo que son. No “respiran” el aire del Evangelio, sino que intentan llenarse los pulmones los domingos por la mañana y luego vivir sumergidos bajo el agua de criterios mundanos el resto de la semana.

“No nos conforméis a este siglo, son transformaos por medio de la renovación de nuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”.

Desde luego no han recibido el Evangelio como un gran tesoro que Dios les ha encomendado, un depósito que ellos deben guardar y administrar (2Tm.1:14; 4:2). Al entregarse al Evangelio sólo a medias, no llegan a conocer en toda su plenitud ni la experiencia de caminar con Cristo, ni la comprensión de los propósitos eternos de Dios que el Evangelio nos revela. El Evangelio no es la principal motivación de su vida, y como consecuencia no evangelizan

Vencemos el miedo, la timidez y la indiferencia sólo cuando nuestra entrega al Señor es sincera y total, cuando Jesucristo llega a ser para nosotros la suprema realidad de la vida y su Evangelio el móvil que nos impulsa y estimula en todos los órdenes de la vida.

Por miedo a la gente.

Quien no teme debidamente al Señor, temerá a la gente. Quien no busca agradar al Señor acabará complaciendo a los hombres. Muchos creyentes somos tímidos por naturaleza y tememos ser rechazados por la gente. Operan en nosotros mucho temor, complejos y ataduras en el momento de saber que debemos dar testimonio de nuestra fe.

Esto es muy normal y comprensible en el hombre caído. Pero no debe ser la situación final del creyente regenerado, creado de nuevo en Cristo Jesús. Vez tras vez el Nuevo Testamento nos exhorta a que utilicemos nuestra cabeza para comprender que no debemos dejarnos hundir e inhibir por los temores de la carne. Considera como botón de muestra, la exhortación de Jesús a sus discípulos en Mateo 10:26-33. No temáis les dice vez tras vez (vers. 26, 28, 31). Mira sus argumentos y razones por las cuales debemos vencer el miedo y no acobardarnos en el testimonio. Y no sólo es cuestión de la mente. En Cristo y por el poder de su Espíritu, hemos recibido todos los recursos que necesitamos para acabar con nuestros complejos. A juzgar por las exhortaciones de Pablo, Timoteo era por naturaleza una persona tímida que le costaba mucho evangelizar (ver 2Tm.1:6-8; 2:1-3; 4:1-2, 5). Por esto el apóstol Pablo tiene que recordarle que, si bien él es cobarde en la carne, el Espíritu que él ha recibido no lo es. El Espíritu que mora en él es un Espíritu de poder, no de derrota; de amor, amor que echa fuera el temor (1Jn.4:18); y de dominio propio, que acaba con nuestro dominio por parte de nuestros complejos y temores (ver.Tm.1:7).

Así pues, ni la lógica cristiana ni los recursos que Dios nos ofrece, nos permiten justificar con la timidez nuestra inactividad evangelística.

“Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y dominio propio”.

Por un espíritu derrotista.

Algunos no evangelizan porque de antemano están derrotados, vencidos por un espíritu negativo e incrédulo: “no vale la pena porque la gente no escuchará; porque vivimos en una generación cívica y materialista, porque ya lo probé hace años y no vi ningún resultado”.

Naturalmente que el maligno quiere sembrar tales pensamientos en nuestra mente. Pero tal espíritu procede de una comprensión meramente humana de lo que es la evangelización. No toma en cuenta ni la naturaleza ni la guerra espiritual que se está librando más allá de nuestro testimonio evangelístico, ni de la soberanía de Dios en la extensión del reino. Los que así piensan, creen que todo depende de ellos, y no comprendido que la evangelización es una obra de Dios en la cual nosotros participamos como colabores suyos. No ven que la luz de Cristo ya ha brillado en la experiencia de los que han de recibir el mensaje (Jn.1:9), ni que el Espíritu Santo es capaz de dirigirles hacia aquellos que están abiertos a escuchar.

Necesitan, pues, renovar su confianza en la soberanía de Dios, en la eficacia de su Palabra y en la realidad de la obra del Espíritu Santo. También necesitan comprender que la obligación de evangelizar no está determinada por la respuesta afirmativa de la gente, sino por la necesidad imperativa de glorificar a Dios por la proclamación de su Palaba.

Por una falta de plenitud espiritual.

El Espíritu Santo es el que nos capacita para evangelizar. Es por esto por lo que Jesús dijo a sus discípulos que no se moviesen de Jerusalén hasta que el Espíritu no hubiera venido sobre ellos. Entonces, y sólo entonces, recibirían el poder necesario, y esto les convertirían en eficaces testigos suyos (Hech.1:8)

La ausencia de evangelización es, por lo tanto, la evidencia de una ausencia de poder del Espíritu Santo en la vida del creyente. Quien es lleno del Espíritu Santo evangeliza, quien no evangeliza no es lleno del Espíritu.

Con esto no estamos diciendo que la persona que no evangeliza no haya sido regenerada por el Espíritu, porque una cosa es haber recibido una nueva vida en el Espíritu y otra mantenerla a tope por la plenitud del mismo Espíritu. Cuando en Pentecostés el Espíritu fue derramado sobre los discípulos, la consecuencia inmediata fue la evangelización. Los mismos que antes estaban escondidos en el aposento alto, ahora proclaman a Cristo con denuedo. Pero aquella primera plenitud (Hech.1:4), debía ser renovada constantemente si iban a mantener el mismo denuedo (Hech.4:31).

Así ocurre con nosotros. Si no obedecemos constantemente la orden bíblica de ser “llenos del Espíritu” (Ef.5:18), poco a poco nos invadirá una actitud de comodidad, de pusilanimidad, de cobardía. Se nos desvanecerá la urgencia de nuestro cometido. Perderemos de vista la gloria de Dios y los derechos del Señor Jesucristo. Acabaremos encerrados en nuestros “guetos” evangélicos, impotentes pero autosatisfechos, como la iglesia de Laodicea.

Conclusión.

Estas, pues, son algunas de las razones principales por las que me parece que no evangelizamos. Incluso hemos visto algunos de los remedios del Médico divino: el estudio y conocimiento del Evangelio; nuestra entrega humilde y sincera al reto de nuestra responsabilidad evangelística; la limpieza moral y, por lo tanto, el arrepentimiento, la confesión de pecados, y la búsqueda de la santidad; nuestra sumisión al señorío de Jesucristo en todas las áreas de la vida, a fin de que nuestro testimonio proceda de una vida coherente e íntegra; el cultivo del amor hacia nuestros prójimos; la confianza en la dirección del Espíritu y  en la soberanía de Dios en la evangelización; y la plenitud del Espíritu Santo.

Cada cual tenemos que examinarnos a nosotros mismos delante de Dios, a fin de saber exactamente dónde están los fallos en nuestra vida y buscar el remedio apropiado. Pero si en el transcurso normal del día no damos testimonio del Señor, si no aprovechamos al máximo las oportunidades que él nos da de comunicar el Evangelio, entonces es síntoma de que algo nos falla. Seamos sabios y busquemos la ocasión de hacer un autoexamen ante el Señor.

¿Por qué no ahora?

 (Ref. Revista: “Portavoz” * 1989)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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