LA BREVEDAD DE LA VIDA (III)

REALIDAD DE LA MUERTE

Hemos descrito la eternidad como un inmenso túnel en le espacio sin fin. La entrada a ese túnel es la muerte. Y la muerte no es una idea, no es una concepción, no es un sistema, no es una abstracción. La muerte es una realidad que tocamos todos los días y que es imposible negar. La eternidad puede negarse con el pretexto de que no se la ha visto. Pero nadie niega la muerte. La realidad de la muerte está contendí en la última parte del versículo diez, en el Salmo que estamos comentando. Allí se dice que nuestros años “pronto pasan y volamos”. ¡Volamos! ¡Qué forma tan de nuestro tiempo! Un autor del Nuevo Testamento, casi mil años después, lo dijo con palabras más directas: “Está establecido para los hombres que mueran una vez” (Heb.9:27). Y como el que lo estableció así fue Dios, nadie escapa.

No es secreto alguno que la muerte no llega de improviso. La muerte avisa. Nos está avisando desde el instante mismo en que venimos a la vida. Al nacer ya empezamos a morir. Dejar de existir no es morir, así, a secas, sino terminar de morir. Cuando nos preguntan por la edad que tenemos damos una respuesta falsa al decir, por ejemplo, que tenemos cuarenta años. En realidad, son cuarenta años que no tenemos. Parece que Job sabía esto cuando dijo: “Mi cuerpo se va gastando como de carcoma, como vestido que roe la polilla” (Job.13:28). En el último capítulo de El Quijote, cuando el loco sublime ha recobrado el juicio, cuando ya no es Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano el Bueno, cuando agonizaba en el hecho rodeado por sus fieles amigos, se dirigió a ellos con voz todavía segura, y les dice: “Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”. Poco a poco o mucho a mucho, la realidad es que todos nos vamos de aquí. Y nada ni nadie pueden impedirlo. Ya lo dice Dios: “No hay hombre que tenga potestad sobre el espíritu para retener el espíritu, ni potestad sobre el día de la muerte; y no valen armas en tal guerra” (Ecl.8:8)

NECESIDAD DE LA CONVERSIÓN.

La última gran lección que extraemos de este Salmo 90 es la necesidad de la   conversión. La vida temporal es breve. La muerte es una realidad que tocamos todos los días. Tras la muerte viene el encuentro con Dios y la permanencia eterna en uno de los dos lugares que existen en el más allá. En cuál de estos dos lugares vamos a pasar la eternidad es cosa que hemos de decidir nosotros, no Dios. Él quiere que el mundo entero sea salvo mediante el conocimiento de la verdad salvadora. Pero no obliga a nadie; respeta el libre albedrío. Lo más que hace es aconsejar, animar, rogar incluso, diciendo al hombre que se convierta.

CLAMOR DIVINO

“Convertíos, hijos de los hombres”. Este no es un texto aislado. La llamada de Dios a la conversión del pecador es continua en las páginas de la Biblia. “Convertíos, hijos rebeldes, dice Jehová “(Jer.3:14). “No quiero la muerte del que muere” (bella forma de describir la muerte eterna en el lugar de condenación, tras la muerte natural), dic Jehová el Señor; convertíos, pues, y viviréis” (Ezq.18:32). “Convertíos a mí con todo vuestro corazón” (Joel 2:12). “Arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados” (Hch.3:19). Desde aquella primera llamada de Dios en el huerto del Edén, cuando el hombre se escondía y Dios le buscaba, invocándole por su nombre propio, en los siglos humanos se ha dejado oír sin cesar la voz de Dios clamado por la conversión del hombre.

CONVERSIÓN BÍBLICA

En el lenguaje de la Biblia, la conversión es propiamente la vuelta del hombre pecador a Dios, tiene dos sentidos:  En primer lugar, el abandono de los ídolos, la renuncia a la idolatría, ya que Dios es Espíritu (Jn.4:24). Pablo y Bernabé, decían en sus predicaciones: “Os anunciamos que de estas vanidades (los ídolos) os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay” (Hch.14:15). Escribiendo a los Tesalonicenses, Pablo les recuerda “cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero” (1ªTs.1:9)

En segundo lugar, la conversión signf9ca en la Biblia la vuelta del hombre pecador a Dios. No se trata de una vuelta artificial, de circunstancias. Este tipo de conversión implica un cambio total de mente y de corazón. Debe afectar a los tres elementos que constituyen la naturaleza humana: el cuerpo, el alma y el espíritu. En el Nuevo Testamento, esta conversión significa el paso de las tinieblas a la luz de la muerte a la vida, de la potestad de Satanás a la gracia de Dios. Es un nuevo nacimiento que introduce al convertido en un mundo distinto. Cuando el apóstol Pablo relata su conversión ante el rey Agripa, dice que fue enviado por Dios a los gentiles “para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban por la fe que es en mí (Jesús) perdón de pecados y herencia entre los santificados” (Hch.26:18). Esta conversión está marcada por un proceso que empieza por la fe. La persona sin fe ha de creer que Dios existe; sigue luego el reconocimiento de los pecados, el arrepentimiento sincero, la confesión y el bautismo. La más maravillosa de todas las conversiones que menciona la Biblia es la de San Pablo. Vio y oyó al Cristo resucitado cuando más celo ponía en perseguir a los cristianos. ¿Por qué te detienes? Dios urge al pecado para que éste acuda a su encuentro, y desde las páginas de la Biblia le dice: “¡Convertíos!”.

RAZON DE LA CONVERSIÓN

¿Por qué se ha convertir el pecador? Porque el pecado es una realidad e impide la entrada al cielo: “Pusiste nuestras maldades delante de ti, nuestros yerros a la luz de tu rostro”, dice el Salmo 90:8. El pecado del hombre está siempre ante Dios: “Aunque te laves con lejía y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí, dijo Jehová el Señor” (Jer.2:22)

Y es el pecado, precisamente, lo que acorta la vida del hombre sobre la tierra. Viviríamos aquí más tiempo y seríamos más felices si no tuviésemos el pecado entronizado en nosotros como lo tenemos. “Nuestros días declinan a causa de tu ira”, dice el Salmo. La ira de Dios no es otra cosa que su enfado, su dolor por el pecado del hombre; la repugnancia que siente ante ese muro de maldad que levantamos entre su grandeza y nuestra bajeza. De ahí que Él nos aconseje una y otra vez: “¡Convertíos!”  Porque “si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad” (1ª juan 1:9). Este cambio sólo puede producirlo la gracia. Unas veces, esta gracia de Dios vine a nuestro encuentro cuando no lo esperamos y obra en nosotros sin quererlo siguiera. Pero otras, las más. La gracia hay que buscarla, hay que desearla, pedirla, diciendo a Dios: “Dios, sé propicio a mí, pecador”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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