EVANGELIZAR EN EL PODER DEL ESPÍRITU SANTO

Dr. René PACHE

“Edificación Cristiana”. Año 1984

(abogado y predicador, autor de libros)

Evangelizar es tomar las buenas nuevas de la salvación en Jesucristo y llevarlas a cada alma perdida. Para cumplir esta enorme y difícil tarea la presencia y la ayuda del Espíritu Santo son esenciales. Sin mí, dijo el Señor, no podéis hacer nada. Esfuerzos propagandísticos, inversiones en materiales, predicadores dotados, incluso la respuesta de las masas, no son nada sin la efectiva intervención del Espíritu de Dios. La dejar su gran comisión a los discípulos, Jesús les dice que no abandonen Jerusalén antes de recibir el poder del Espíritu Santo, por medio del cual serán sus testigos hasta lo último de la tierra (Hch.1:8). ¿Acaso no les había dicho ya en el aposento alto?  “El Espíritu de verdad, dará testimonio de mí; y vosotros, también, seréis mis testigos” (Jn.15:26-27). Veamos por qué la acción del Espíritu Santo es tan necesaria:

1.   El Espíritu Santo convence de pecado.

El Espíritu Santo ha prometido hablar a la conciencia y al corazón de cada hombre. Nosotros trabajamos desde afuera, pero él obra desde dentro. Jesús promete que el Consolador convencerá al mundo de pecado porque la gente no cree en él (Jn.16:8-9). Podemos acusar a un hombre en nombre de la Ley y producir en él un sentimiento de terror, pero esto no es verdaderamente el arrepentimiento bíblico. Solamente el Consolador, sin presionar el corazón del hombre, puede hacer que se dé cuenta de sus faltas y del pecado cometido contra el amor del Salvador al cual ha rechazado y ha contristado. Después de su discurso el día de Pentecostés, los oyentes de Pedro, “compungidos de corazón”, se arrepintieron y fueron salvos (Hch.2:37-41). Lidia escucha las palabras de Pablo porque el Señor “abrió su corazón” (Hch.16:14). Esta clase de respuesta es la primera cosa que queremos ver en nuestros esfuerzos evangelísticos.

2. El Espíritu solamente es el que regenera.

“Solo el Espíritu es el que da vida; la carne nada aprovecha” (Jn.6:63). Podemos intentar hablar, convencer, exhortar, y hasta presentar la apariencia de la piedad, pero nunca podremos nosotros conseguir la realización del milagro de la resurrección espiritual. Habrá quizá decisiones y, hasta estadísticas animadoras, pero si el Espíritu no trae a cada persona a la experiencia del nuevo nacimiento, sin el cual nadie puede entrar en el reino de Dios, habrá luego también mucha apostasía. Al considerar el mandato del Señor, decimos como Ezequiel: “Espíritu, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos, y vivirán” (Ezq.37:9)

3. El Espíritu Santo es el que bautiza y añade miembros a la Iglesia.

Una de las grandes debilidades del evangelismo moderno es que muchos, demasiados convertidos, quieren permanecer totalmente independientes. Incapaces de encontrar la iglesia local perfecta, no quien adherirse a ninguna. Pero en la Biblia leemos que cada día el Señor añadía a la Iglesia los que se salvaban (Hch.2:47). Todos los creyentes, por un mismo Espíritu, han sido bautizados en un cuerpo (1ª Cor.12:13). Antes separados de Dios y de los hombres, pero ahora han muerto con Cristo para vivir de nuevo, y en novedad de vida, con él. Estar en Cristo significa estar unido con la cabeza y, al mismo tiempo, con todos los miembros del cuerpo, el cual es la Iglesia. Si los convertidos siguen su propio camino, nuestro esfuerzo evangelístico se perderá. Hemos de ayudarles a ponerlos juntos sobre el mismo fundamento como piedras vivas, renacidos por la Palabra, unidos unos a otros y sellados todos por el mismo Espíritu.

4. El don del Espíritu Santo es dado a cada persona que nace de nuevo.

Acabamos de mencionar la alarmante “mortalidad” que alcanza a gran número de personas que nosotros hemos considerado como convertidos de nuestras campañas evangelísticas. Esta situación puede atribuirse solamente al hecho de que estas personas no tuvieron más que una experiencia espiritual parcial. Quizá, en lugar de darles todo el consejo de Dios, sin dejar de anunciarles nada (Hch.20:27), les dimos meramente un mensaje elemental. Inmediatamente después de renacer la fe, el alma recién alumbrada sufre los terribles ataques de Satán y del mundo, los cuales tratan de ganarle de nuevo. El nuevo creyente no tendrá nunca la fuerza de resistirse si no está convencido de que el que mora en él es más fuerte que el que está en el mundo (1ª Juan 4:4). ¿Cómo vivirá la vida cristiana si no ha recibido por la fe el don del Espíritu Santo, prometido a todos los que se arrepienten y creen (Hch.2:38-39, 5:32; Gálatas 3:14)? Omitir estas verdades en el mensaje evangelístico es conducir a los que se hallan prestos a escuchar a una vida de legalismo y de fracaso.

5. El Espíritu toma a cada creyente en el servicio del Señor.

El adelanto del Evangelio seguirá una progresión geométrica si cada nuevo creyente se convierte a su vez en un ganador de almas. Por otro lado, si esto no ocurre, continuaremos teniendo a estos “evangelistas especializados” quienes, frente a la gigantesca tarea que nos aguarda, trabajan hasta la extenuación. Las pocas personas que son “ganadas” no harán progreso ninguno y pronto serán perdidas para la obra de Dios. En realidad, es el Espíritu Santo el que nos convierte a cada uno y a todos los testigos de Cristo (Hch.1:8). Salir sin estar investidos de poder de lo Alto es algo inútil (Lc.24:49). No abrir nuestras bocas para testificar después de haber declarado nuestra fe en Cristo podría en duda la realidad de nuestra salvación (Rom.10:10) Si un país moviliza a godos sus hombres, ninguno tiene el derecho de eludir su deber. De manera similar, ningún cristiano puede dejar de contribuir a la evangelización del mundo. Somos, de hecho, un sacerdocio real, pueblo de Dios, llamado al privilegio de proclamar los hechos maravillosos del que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable (1ª Pedro 2:9). Pablo  exclamaba: “¡Ay de mí si no precio el Evangelio!” (1ª Cor.9:16).  Esta misma compulsión debe ser comunicada a cuantos llevamos a Cristo. Con ellos, juntamente, seamos llenos del gozo que fluye con ilusión y entusiasmo de los corazones que hallan su delicia en servir al Rey de reyes. Dios no nos ha dado espíritu de temor, sino de poder, de amor y de sabiduría práctica (2ª Tm.1:7)

6. El Espíritu Santo escoge a cada miembro del Cuerpo de Cristo para una tarea particular.

Incluso cuando el llamamiento a servir es general, cada persona tiene la responsabilidad de una tarea particular que les es encomendada por su Señor. La obra del Espíritu Santo revela claramente al individuo y a la Iglesia cuál es su tarea específica. En Antioquía declaró: “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado” (Hech.13:2). En Éfeso, Pablo mismo dijo a los pastores: “Por tanto, mirad por vosotros y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos” (Hech.20:28). La obra de Dios es extremadamente difícil y pavorosa. En nosotros mismos no tenemos la más mínima habilidad para llevarla a cabo. Pero, argumenta Pablo, nuestra habilidad viene de Dios. Es él quien nos equipa para ser ministros del nuevo pacto del Espíritu. El Espíritu Santo da un don espiritual a cada uno de los que ha bautizado en el Cuerpo de Cristo (1ª Cor.12:7-11). Por lo que toca a nuestro tema, el más precioso don es el de evangelista, desde luego, un don que Dios da no solamente a un individuo, sino a toda su Iglesia (Ef.4:11). “Dio algunos, evangelistas”. ¡Cuán raro es este don! Y, con todo, ¡cuán necesario! Cada grupo religioso tiene sus dirigentes y sus predicadores, pero a menudo mueren por falta de hombres capaces de llevar a las almas al nuevo nacimiento.

Por consiguiente, pidamos al Señor que levante a esta clase de hombres, que los capacite por su Espíritu y les conceda una rica cosecha de almas. Por lo que toca a nosotros, organicemos humildemente el equipo que los ha de sostener, y decidámonos a hacer nuestra parte -quizá pasado desapercibidos – en esta maravillosa tarea. “Uno siembre, el otro recoge” (Jn.4:37). Y el que planta y el que riega son una misma cosa; aunque cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor” (1ª Cor.3:8-9). Por supuesto, participar de alguna manera en esta labor sólo es posible por medio del don espiritual concedido a cada uno.

Séame permitido añadir que, fuere cual fuere nuestra parte particular en la obra, el don supremo que da a los otros su valor es el del amor. Si no evangelizamos bastante, si ganamos pocas almas, si apenas alcanzamos a nuestra generación, es porque no sabemos cómo amar. Todos los más grandes evangelistas estaban poseídos por un amor que los inflamaba, un amor apasionado por las almas que se perdían. Escuchemos lo que le apóstol Pablo tiene que decirnos: “El amor de Cristo nos constriñe. Por la mucha angustia y tribulación del corazón os escribí con muchas lágrimas. Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos” (2ª Cor.5:14M 2:4; 12:15). ¡Este es el camino supremo! Para nosotros que estamos tan lejos de él, la única solución estriba en que el amor de Dios sea derramado en nuestros corazones por el Espíritu de Dios que nos ha sido dado (Rom.5:5)

 

 

 

 

 

 

 

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