EL PERDÓN DE PECADOS
Antonio Ruíz
“Edificación Cristiana”. Año 1996
Evangelio de Lucas 7:36 al 50
Aconsejo que se lea el pasaje bíblico para que así uno puede
situarse, en su contexto, y entenderlo con mejor precisión.
Todos los pecados, y los peores, pueden ser perdonados. Si no
fuera cierta esta afirmación no quedaría esperanza para nuestra más necesidad,
la del perdón. Pero el texto que nos disponemos a comentar, no deja lugar a
dudas sobre esta verdad. No trata de una discusión irreal o teórica acerca del
perdón sino de un hecho histórico, real que cambió sustancialmente a una
persona “muy pecadora”
Al leer este incidente, inevitablemente somo movidos a
identificarnos con uno y otro de los dos personajes principales del relato, si
exceptuamos a Jesús, con la mujer pecadora o con el fariseo Simón. Según sea el
caso la identificación supone una decisión, acertada o fatal, respecto al Señor
Jesús, fuente de salvación, perdón y paz para todos aquellos que a semejanza de
la mujer pecadora ponen su confianza plena en él.
Este incidente nos recuerda otro parecido, aunque distinto,
que hallamos en el capítulo doce de Juan. Nuevamente Jesús fue ungido con perfume
contemplando su muerte próxima a causa de nuestros pecados y para ofrecernos
perdón una vez resucitado de entre los muertos. También encontramos otros
lugares en los Evangelios donde son mujeres las que sirven a Jesús; y éste
honró a un buen número de ellas con la primera aparición después de haber
resucitado. Podemos asegurar que Jesús no discrimina a la mujer ni en la
salvación, ni en el servicio. Antes bien, el conmovedor relato que estamos
considerando ilustra, mediante una mujer, la naturaleza y alcance del perdón
que Jesús ofrece sin distinción a todo aquel que cree sea varón o mujer.
Jesús no soslaya el incidente
Es maravillosa la manera en la que Jesús se envolvió en el
asunto. Rompió con los prejuicios imperantes, no sólo hacia la mujer, sino hacia
los pecadores en particular. No le importó ser malentendido ni criticado por
esta asociación. De haberse plegado al sentir general jamás hubiese alentado la
confianza de aquella mujer con “tan grandes” pecados. Habló con ella, la alabó
públicamente, la apoyó en medio de un ambiente de repudio e hipocresía, y
sancionó favorablemente sus acciones, nacidas de una fe genuina y personal en él.
Jesús contrasta totalmente con Simón. Este fariseo marcó las
distancias clasificando a la mujer entre los que estaban muy lejos de su
refinada moralidad farisaica. El Señor, el Santo por antonomasia, repleto de
pureza y perfección, la vio en cambio en su necesidad de una palabra de perdón
y de un nuevo comienzo y aceptación. ¿Hay algún lector inmerso en un fuerte
sentimiento de culpa? ¿Alguien que piensa que sus pecados hacen imposible que
el Salvador le reciba? ¿Alguno juzga improbable que Dios haga pedazos su mala
vida pasada y le inicie en una vida agradable a él? Buscad, si este es el caso,
a Jesús como hizo aquella mujer pecadora. Ella encontró una nueva oportunidad,
que ya no acabaría, junto con la más plena aceptación. Posiblemente, fue por
aquel tiempo que el Señor hizo una inefable invitación pública, diciendo: “Venid
a mí, todos los que estáis trabajados y cargados y yo os haré descansar”
(Mt.11:28). Aquella gran pecadora quizá escuchó esta invitación de la gracia y
fue con su “fardo” de una conciencia acusadora a Jesús para hallar la reconciliación
con Dios que sentía necesaria. Y con el perdón, Jesús devuelve la autoestima
mermada, o perdida, por las ofensas contra nosotros mismos, contra oros y en
suma contra Dios mismo.
Jesús desafió con una pequeña parábola las falsedades del fariseo
y, quizá, las nuestras. Al atacar implícitamente la justicia propia de Simón
demuestra hasta qué punto el perdón de Dios coloca a todos los hombres al mismo
niel. El hombre reacciona frecuentemente de la forma siguiente: Tal o cual
persona tiene muchos defectos; y yo no tengo tantos. O llevándolo del plano
moralista al religioso: No hago mal a nadie; no tengo grandes pecados; no soy
como ése o aquél, mantengo mi asistencia a ceremonias religiosas, no soy como
ese otro. Dicho de otro modo, no tengo necesidad. Dios me tratará bien, aunque
falle en algunas ocasiones.
La capa de moralidad o de religiosidad oculta la realidad de
lo que somos a la vida de Dios. Nuestra relativa ventaja sobre otros nos impide
buscar el perdón que necesitamos. Pero la Biblia no divide a los hombres entre
los que son salvos por méritos propios y aquellos que se pierden por sus
pecados. El Señor habla de la conciencia de pecado, no de la cantidad de
pecado. Simón, tanto como la mujer, e igualmente tú y yo, somos deudores en
mayor o menor grado de Dios. Todos somos insolventes ante el Juez de todos;
nadie tiene para pagar lo que merecieron nuestros actos. Simón mismo es acusado
de pecados de omisión cometidos aquel mismo día, que denotaban su falta de fe
en Jesús. Ni siquiera concedió el rango de profeta a quien lo era, el Dios
hecho carne, el Hijo eterno de Dios. Tampoco entendió, ni podía entender, que
el gran amor de Dios procura más bendición a quien tiene mayor necesidad.
Respuesta a temas candentes
Hagámonos algunas preguntas decisivas. En primer lugar, si la
mujer no tenía mérito alguno (y nadie lo tiene pues todos pecaron y están
destituidos de la gracia de Dios), ¡cómo pudo ser salvada? El texto nos dice
que fue, y siempre lo es, por la fe que, incluye, por supuesto, el arrepentimiento.
Puso toda su confianza en la única persona que podía perdonarla y no quedó
defraudada. Pero buscar el perdón supone alorar el pecado a la luz de la maldad
que desagrada a Dios y rompe con esa ofensa continua contra él. Esta mujer hizo
ambas cosas pues lloró sus pecados y fue osada y humildemente al Salvador.
La segunda pregunta sería: ¿¡cómo supo que tenía la
salvación? La respuesta es que no sólo cumplió los requisitos anteriores sino
por la palabra de Jesús: “Tus pecados te son perdonados” y, “tu fe te ha
salvado”. Cualquiera que haya tenido una conversión genuina no debe dudar jamás
del perdón que ha recibido, ni debe dejar de disfrutar de la salvación que le
ha sido concedida, sino recordar las palabras de Jesús en esta ocasión y en
otros pasajes, por ejemplo: “De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí,
tiene vida eterna” (Jn.6:47). “Y no vendrá a condenación, mas ha pasado de
muerte a vida” (Jn.5:24)
Una tercera pregunta podría ser: ¿Qué prueba hubo de dicha
salvación? La respuesta es el amor que la mujer demostró. Es amor personal al
Salador que, más temprano que tarde se manifestará en obras de amor a otras
personas. La fe obra por el amor. La fe puesta en la fuente de vida, amor y
poder divinos que es Cristo tiene como fruto cierto el amor.
Queda otra pregunta la que hicieron algunos de los presentes.
Estos al ver que Jesús perdonaba pecados, dijeron: “¿Quién es éste que hasta
perdona pecados?”. Este es el Salvador del mundo. Es quien pagó en la Cruz, al
precio mismo de su vida, lo que ni Simón, ni la mujer, ni nosotros, hubiéramos
podido pagar a Dios. No es preciso pagar otra vez lo que ya está pagado una vez
por todas. Al decir Jesús “consumado es”, era como decir: Todo está pagado, la
deuda esta cancelada. El perdón de todos ha sido ganado al precio de la vida
del Hijo de Dios, el Dios Hombre que se dio a sí mismo para salvarnos.
El problema nunca es si podemos ser perdonados sino si
queremos ser salvos. Aquella mujer escuchó las benditas palabras: “Tus pecados
han sido perdonados” porque buscó la salvación. Y cuando ésta es dada incluye
no sólo la respuesta definitiva a nuestro pasado sino la seguridad añadida de
nuestro futuro, pues Jesús dijo: “Tu fe te ha salvado (pasado), vete en paz”
(disfruta tu futuro). Quien está reconciliado con Dios disfrutará de la paz que
sobrepasa todo entendimiento mientras espera el glorioso día que vivirá para
siempre en su morada celestial.
Comentarios
Publicar un comentario