A UN ATEO, SOBRE EL ORIGEN DEL PECADO
Juan Antonio Monroy
Revista “Restauración”. Junio 1969
¡El gran enigma de la Historia humana: el origen del pecado!
"La doctrina cristiana que habla del pecado original como mancha que inficionó a toda la humanidad, se encuentra en la epístola del apóstol Pablo a los Romanos; el relato histórico del primer pecado cometido por Adán está en el libro de Génesis, escrito por Moisés. En el primer texto, mediante un paralelismo antitético entre Adán y Cristo. Pablo anuncia así la gran verdad teológica del pecado original: “Por tanto, como el pecado entro en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron. Pero el don no fue como la transgresión; porque si por la transgresión de aquél uno murieron los muchos, abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo” (Romanos 5:12-15)
Esta clara formulación de Pablo sobre el pecado original y
sus inmediatas consecuencias, la muerte física y espiritual del género humano
representado en Adán, constituye uno de los más importantes y destacados temas
en la Biblia. El fondo histórico de la doctrina se encuentra en el tercer
capítulo del Génesis. Es un texto algo largo (Génesis 3:1-19). Acaba de leer,
amigo mío, uno de los pasajes más dramáticos de la Biblia. Y también uno de los
más discutidos y ridiculizados. ¡La cantidad de absurdos que se han dicho sobre
la historia de la manzana! ¡Las páginas de humor que se han escrito sobre Eva y
la serpiente! ¡La de ensayos más o menos serios que se ha publicado presentado
objeciones a este relato bíblico sobre el origen del pecado! Pero ahí está, con
más de tres mil años de existencia, tan freso como salió de la mente de Moisés,
tan seguro y contundente como el día que Dios lo inspiró. Ese, ese pasaje, nos
explica el origen de las guerras, de los crímenes, de los odios; ese pasaje nos
dice cuándo y cómo empezó rebeldía del hombre contra Dios y nos da la clave
para interpretar y comprender el sufrimiento humano. La inocencia del primer
hombre, que se pone de manifiesto en el capítulo dos de Génesis, estaba
condicionada al resultado de una prueba moral. El “árbol de la ciencia del bien
y del mal” representaba la frontera entre lo bueno y lo malo.
Adán había sido creado con una absoluta capacidad de
elección; en sus manos estaba seguir familiarmente vinculado a Dios, quien le
visitaba periódicamente y completó su felicidad al darle una compañera, o
romper libremente ese vínculo con todas las consecuencias que implicaba la
desobediencia, pecado contra el cual había sido advertido. Quienes escriben
desde tu mismo punto de vista ateo suelen cargar de tinta negra la figura de
Dios y la critican por no haber impedido la caída del hombre. Pero esta postura
es absolutamente parcial. A vosotros, los ateos, no os interesa defender al
hombre; lo único que perseguís es culpar a Dios. La caída de Adán hay que
juzgarla penetrando en la conciencia del hombre, en esa personalidad escondida
donde tiene asiento las pasiones y ambiciones de todo género. Es un estudio de
psicología humana; y si me apuras, te diré que hasta de psiquiatría, al menos,
como hoy entendemos a ese hurgar en nuestras más íntimas emociones.
La insinuación del Diablo, encarnado en el animal más astuto
de cuantos había creado Dios, llegó profundamente al corazón del hombre. Adán
no se sentía feliz ante aquella prohibición que no le dejada traspasar la línea
divisoria entre el bien y el mal. La posibilidad de llegar a ser semejante a la
divinidad le tentaba. Adán cayó como caen la mayoría de los hombres, por ese
insaciable apetito de conocer y dominar; por querer saciar la sed de conocimientos
y escrutar la zona superior y prohibida donde tiene su morada el Altísimo. El
pecado de Adán, pues, fue ante todo un pecado de rebeldía y de insubordinación,
y ese pecado, que es la clave del desorden moral que padece la Historia,
estigmatizó para siempre a la raza humana. La primera objeción que se aduce al
origen del pecado, tal como lo presenta la Biblia, está relacionado con la
bondad de Dios. Si Dios era bueno, dicen los incrédulos, debió haber evitado el
pecado, previamente de antemano la caída. Al no hacerlo demostró su falta de
bondad o su carencia de poder. Esta objeción, argumento favorito de los ateos,
no tiene en cuenta la dignidad ni la libertad del hombre. Dios no impone una
imposición sobre el hombre, creado a su propia imagen y semejanza. Dios hubiera
podido evitar el pecado, efectivamente, con solo haber creado al hombre sin la
capacidad para distinguir entre el bien y el mal. Pero, en este caso, ni tú ni
yo daríamos la auténtica medida del hombre. Quedaríamos rebajados al nivel de
los animales inferiores y nos guiaríamos, al igual que ellos, por los
instintos.
Por otro lado, lo podría haber creado con capacidad para discernir ente lo bueno y lo malo, pero sin la alternativa de decidir por sí mismo. Esto le hubiera evitado la caída, pero entonces el hombre no hubiera sido un ser verdaderamente libre y responsable de sus actos, sino una minúscula marioneta movida desde arriba por los hilos invisibles de la divinidad. En este caso, tú no estarías ahora criticando a Dios por haber permitió el pecado, pero te estarías revelando contra Él por tenerte sujeto de continuo a Su voluntad, viviendo como un autómata y obedeciendo matemáticamente las órdenes de otra voluntad, como si fueras un cerebro electrónico impulsado por botones ¿Lo comprendes o no?. Una segunda objeción dice que el hombre, en su pequeñez humana, no puede ofender a un Dios omnipotente. Con ello se intenta quitar a Adán la responsabilidad de su culpa. Esta salido del ateísmo está cargada de ingenuidad. El basurero que barre las afueras del palacio puede ofender, si se lo propone, al ser real que reside en las cámaras interiores. Lo que el basurero jamás podrá conseguir, por muy grande que sean sus ofensas, será cambiar la voluntad del rey. La ilustración es aplicaba a las relaciones entre la criatura y el Creador. La ofensa del hombre, por muy bajo que éste esté, alcanza al Dios que vive en las alturas del cielo. Esas ofensas, sin embargo, no alterarán jamás la soberanía ni los propósitos de Dios, porque en Él “no ha mudanza, ni sombra de variación” (Santiago 1:17).Voltaire, Faure, Newport y otros escritores ateos dicen que el dogma del pecado original no se puede conciliar con la justicia de Dios. Una persona buena – añaden- no concede un beneficio sabiendo que se ha de abusar de él. Un amigo, un padre o un médico – agregan- no pondrán en las manos de un niño, ni en las de un enfermo, instrumento alguno que pueda perjudicarle.
Esta teoría es muy amable, pro poco racional tratándose del hombre y Dios. El árbol del conocimiento del bien y del mal no estaba en Edén para perjudicar a la primera pareja humana, sino para que ésta ejerciera su libre capacidad de elección. El pecado vino del hombre, fue un acto de su voluntad libre, en modo alguno instrumento divino para la condenación. Las cataratas que saltan por el Niágara están puestas para que el hombre admire sus naturales bellezas, no para que se arroje a sus mortíferas aguas y se quiete la vida. Si hace esto último, no puede decir que los Gobiernos del Canadá y los Estados Unidos le proporcionan un bien espiritual con la intención de crearle un mal físico. El bien o el mal están en su libre capacidad de elección. Insisten los incrédulos en que Adán no pecó por necesidad, sino porque así había de suceder infaliblemente. Lo que un Dios todopoderoso previene – dicen algunos – tiene que ocurrir. También esto es incomprensión de la naturaleza divina. Los acontecimientos del mundo no son causa de la Omnipotencia de Dios, sino al revés. En otras palaras: las cosas no ocurren porque Dios las haya previsto; las prevé porque han de ocurrir. Un ejemplo: Hablando de los tiempos que precederán al fin del mundo, Cristo anunció: “Oiréis guerras y rumores de guerras. Se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambre, y terremotos en diferentes lugares” (Mateo 14:6-7).Todas estas plagas están azotando actualmente a la humanidad. Pero, ¿están ocurriendo fatalmente porque Cristo las previno? ¡En absoluto! Lo contrario, sí; las previno porque habían de ocurrir. Así también Adán pecó no porque Dios tenía conocimiento previo del pecado, sino porque usó indebidamente su libertad.
Hasta aquí, estimado amigo, he discurrido sobre el hecho
histórico del pecado y contestado a algunas de las objeciones que se presentan
al relato bíblico sobre la caída de Adán. Tú puede, si se te antoja, negar el
origen el pecado, pero no puedes cerrar los ojos a la realidad. Puedes decir,
si es que quieres pasar por loco, que el pecado no existe, que la historia de
la manzana y de la serpiente es un cuento para niños o para retrasados
mentales. Pero no puedes negar los efectos del pecado, porque están ahí ante tus
propios ojos. Cuando los hombres no maten; cando desaparezcan los ladrones;
cuando el odio deje de teñir de sangre las miradas; cuando la explotación del
hombre por el hombre dé paso a la igualdad y a la fraternidad universales;
cuando no tengas que tomar precauciones contra el engaño, la mentira y la
hipocresía; cuando puedas vivir tu vida sin que te envidie el pobre y sin que
te explote el rico; cuando los hombres conviertan en tractores los instrumentos
de guerra; cuando no tengas que guardarte de las intrigas ni de la maldad que
te acechan en la sombra, cuando el amor sea una nube universal bajo la cual
todos vivíamos en armonía, entonces creeré yo que la historia de Adán y de la
serpiente es una farsa.
Ahora es imposible, porque si niego el origen del pecado me
aplasta su realidad. Podré decir que mi madre no existió, pero no puede negarme
a mí mismo. La Biblia llevaba razón: “El pecado entró en el mundo por un hombre
y por el pecado la muerte; así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto
todos pecaron” (Romanos 5:12). “No hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y
están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). “Si decimos que no
tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”
(1ªJuan 1:8)
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